LA filtración de 92.000 documentos secretos del Ejército y los servicios de inteligencia estadounidenses sobre la guerra de Afganistán, inmediatamente condenada por James Jones, asesor de seguridad del presidente Barack Obama, lo que sirve de base para confirmar la veracidad de los mismos; dibuja una realidad, la de la interminable guerra en suelo afgano, que se intuía e incluso se reflejaba en casos concretos pero que ahora se puede comprobar en su enorme, real y trágica dimensión. En los documentos se han transcrito los numerosos casos de corrupción que condicionan hasta el extremo la todavía incipiente reconstrucción y empeoran tanto la de por sí deteriorada imagen del Gobierno que preside Hamid Karzai ante sus propios compatriotas como la acción de la OTAN en aquel país, pero también las conexiones entre los servicios secretos paquistaníes y los principales grupos talibanes debido a los vínculos étnicos, tribales y religiosos frente a lo que consideran un enemigo común. Y, sobre todo, los documentos revelan la existencia de unidades especiales del Ejército estadounidense y de grupos paramilitares que actúan, con siglas y organizadamente, bajo el paraguas de la CIA y de una violencia que no se detiene ante las víctimas civiles -se han reconocido 1.074 en ataques de las fuerzas de la OTAN durante el primer semestre de 2010, a los que habría que sumar los 52 conocidos ayer tras una operación en Halmand el día 23- y que lejos de minar a la resistencia afgana parecen fortalecerla y hacer que se asemeje cada vez más a la que logró acabar con la invasión soviética en 1989 tras casi una década de guerra. En definitiva, la filtración de esa inmensa cantidad de documentos del periodo 2004-2010, precisamente un mes después del relevo por parte de la Casa Blanca del general Stanley A. McChrystal, al mando en Afganistán, y su sustitución por David H. Petraeus, lo que confirma es que los hábitos de la denominada "guerra contra el terrorismo" de Bush siguen siendo puestos en práctica en Afganistán y que el rumbo del conflicto no es, ni mucho menos, el que esperaba la Administración Obama cuando anunció la retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán en 2011, tal y como reconoció el propio Petraeus al hacerse cargo del mando operacional en Afganistán, ni tampoco el que quiso dar a entender sólo hace unos días el propio Karzai al anunciar que su gobierno podría hacerse cargo de la seguridad del país el próximo año. Por tanto, los documentos advierten de que la estrategia de Estados Unidos y sus aliados, tan condicionada por intereses ajenos a los que se dicen perseguir, debe cambiar profundamente si lo que se pretende es acabar con una guerra atípica en un país que la sufre, de modo más o menos interrumpido, durante los últimos treinta y dos años.
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