La democracia encoge
La nueva limitación de libertades y derechos que PP y PSOE pretenden con la reforma del régimen electoral es de dudosa constitucionalidad, carece de control efectivo y encierra la suficiente ambigüedad para su utilización política
LA aprobación en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, con el impulso de PSOE y PP, del dictamen positivo a la tramitación de la reforma de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) con la inclusión a última hora de principios que, de facto, servirán para constreñir los márgenes legales de la participación política al ampliar los supuestos por los que la denominada Ley de Partidos ya suprime derechos individuales y políticos fundamentales incluidos en la propia Constitución española; pretende conceder en la práctica al Gobierno del Estado, a socialistas y populares en definitiva, una mayor capacidad para mutilar el mapa electoral vasco -y por tanto reducir la representación de la verdadera mayoría social que componen las fuerzas soberanistas- so pretexto de evitar la presencia institucional de quien no condene la violencia. Porque la reforma, en realidad y como ya hace la Ley de Partidos en las interpretaciones y aplicaciones de la literalidad de su texto que se han realizado hasta ahora, exige no un rechazo de la violencia, ni siquiera un rechazo de la violencia de origen político -que de hecho no todas las formaciones que impulsan la ley han efectuado- sino la condena práctica, explícita y textual de una única y determinada violencia, la que trágica e incomprensiblemente ha venido desarrollando ETA. Y a partir de ese principio, éticamente elemental en origen pero interesadamente falseado a través de su especificidad y de la utilización de la Ley de Partidos, la reforma que se prepara de la LOREG no hace sino ensanchar en su casuística y periodo de aplicación las opciones que el Estado, el PP y el PSOE, tienen para alterar primero las posibilidades de elección de la sociedad vasca en cuanto a su representación política y, segundo, para eliminar a parte de esa representación una vez elegida si lo consideran oportuno en virtud del interés o la razón de Estado o incluso, ya que la aplicación carece de un control efectivo y depende de órganos judiciales viciados de influencia ideológica, en busca de réditos meramente partidistas. Todo ello sin entrar siquiera en el ámbito de la dudosa constitucionalidad de preceptos como el de la "incompatibilidad sobrevenida" de cargos ya electos, el de la anulación de listas legales por el mero hecho de integrar a miembros de determinada ideología, aunque no hayan cometido delito alguno o el de hacerlo incluso en plena campaña electoral, preceptos que además padecen al menos de similar ambigüedad que la achacada a los ilegalizados -y a los ilegalizandos- para tratar de justificar tanto antes la Ley de Partidos como ahora la reforma del régimen electoral. En definitiva, el Estado y los partidos que lo sustentan angostarán de nuevo el campo de las libertades y los derechos para, con la excusa de una falsa defensa de la democracia, encogerla aún más.