LA reunión celebrada el pasado 18 de marzo en Bilbao entre representantes del PNV, encabezados por Iñigo Urkullu, y miembros cualificados de la izquierda abertzale radical, entre ellos Jone Goirizelaia, a solicitud de estos últimos, y los pormenores del auto emitido por el titular del Juzgado Central de Instrucción número 3 de la Audiencia Nacional, Fernando Grande Marlaska, parecen reflejar una evidente contradicción entre el talante, las pretensiones o los deseos de la parte de esa izquierda abertzale que en virtud del resultado hecho público sobre su propio proceso de reflexión y debate interno se puede considerar ampliamente mayoritaria y los hechos o intenciones que se atribuyen desde el Ministerio del Interior a los presuntos componentes del sector más radical y violento de la misma, enmarcados en ETA o en el entorno más próximo a ésta. Pero dicha contradicción no es sino la traslación a la práctica de las fuertes tensiones que se vienen reproduciendo de manera insistente en el seno del denominado MLNV y que han llevado a la propia Batasuna a comunicar a sus bases que el proceso hacia las vías exclusivamente políticas no está siendo todo lo rápido que hubiesen deseado quienes han liderado esa apuesta. Tensiones que, además, eran patentes ya desde hace meses tras conocerse la duplicidad de ponencias, la que bajo el título Mugarri reflejaba la postura del sector más duro -dada a conocer en su día por DEIA y cuya existencia se ha visto ahora confirmada pese a que entonces se negara desde medios y ámbitos de la propia izquierda abertzale desacostumbrados a que otros accedan a sus divergencias internas e informen de ellas- y la surgida del documento Clarificando la fase política y la estrategia-Fase politikoaren eta estrategiaren argipena, que se atribuye a Arnaldo Otegi y Rafa Díez Usabiaga y que exponía los fundamentos del sector más posibilista y partidario de que ETA ponga fin a la lucha armada. En definitiva, es la constatación de las dos almas que todavía hoy cohabitan con dificultad en el seno de la izquierda abertzale radical, aunque en una relación de posibilidades inciertas y cuyo único motivo aparente es el de evitar una ruptura de consecuencias desconocidas tanto para su propio proyecto político como para el conjunto de la sociedad vasca. Pero es sólo a la propia izquierda aber-tzale a la que corresponde solucionar ese dilema interno como contribución inexcusable al final de una violencia que ella misma ha alimentado durante décadas. El resto de los agentes políticos y sociales, a lo sumo, pueden otorgar un cada vez más limitado voto de confianza (o de mera esperanza) y procurar en lo posible no entorpecer la consecución del desenlace más conveniente. Algo a lo que, en cualquier caso, no parecen haber contribuido precisamente determinadas iniciativas del ministerio que dirige Alfredo Pérez Rubalcaba.
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