EL líder del partido conservador Likud, Benjamin Netanyahu, cumplió ayer un año como primer ministro de Israel en esta su segunda etapa al frente del Gobierno hebreo -ya fue primer ministro entre 1996 y 1999-, en un periodo caracterizado por una inesperada estabilidad de un Ejecutivo puzzle que sólo gana tiempo, pero sin avance alguno en el conflicto con Palestina. Este aniversario tiene lugar precisamente cuando los indicios y las declaraciones de las partes no parece que ayuden en nada a tratar de buscar una salida al conflicto más complicado al que tiene que hacer frente la comunidad internacional. La ciudad santa, la cuna de las tres religiones monoteístas, el lugar de peregrinaje para millones de fieles de todo el planeta -y más aún en este periodo de Semana Santa- vuelve a emerger, una vez más, como el nudo gordiano para solucionar el conflicto internacional que más afecta al conjunto de la humanidad. El problema de partida parece irresoluble. Ni los palestinos ni los israelíes están dispuestos a renunciar a Jerusalén como capital de sus respectivos Estados. En realidad, siguen sin estar dispuestos a renunciar, ni siquiera a compartir, esos escasos metros cuadrados en donde se ubican la Explanada de las Mezquitas, la Cúpula de la Roca, la mezquita de Al-Aqsa y el Muro de las Lamentaciones, enclave innegociable para el mundo musulmán por la creencia de que fue desde la Explanada de las Mezquitas desde donde ascendió Mahoma a los cielos y que los judíos consideran el lugar donde Salomón construyó el primitivo Templo de Jerusalén. De nuevo, la religión en el epicentro de los problemas y de las soluciones en pleno siglo XXI. Y la manera actual de perpetuar el problema toma cuerpo moderno, en formas de excavadoras y hormigón israelí para construir más de 1.600 viviendas en Jerusalén Este, el barrio palestino de la ciudad santa, para construir un nuevo asentamiento que dificulte, aun más, la vida diaria de los palestinos en la ciudad. Ni los llamamientos de la Administración Obama, duramente contestada por los ortodoxos judíos, ni las declaraciones poco acertadas de líderes musulmanes no parecen hacer mella en un Benjamin Netanyahu cada día más secuestrado por el verdadero problema de Israel que no es otro que el rapto de facto al que está sometido desde hace tiempo por los integristas ultraortodoxos. Las recientes palabras del líder israelí tras los ataques palestinos no dejan demasiado lugar a la esperanza: "La política de represalias de Israel es firme y decidida". Netanyahu tiene ante sí un reto histórico al que parece rehuir con una endiablada habilidad para mantenerse en el poder. Pero eso no basta. Sin la suficiente audacia -y, sobre todo, sin el apoyo de Estados Unidos- lo único que se perpetuará será este histórico conflicto.
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