HAITÍ, y en especial su capital, Puerto Príncipe, lleva sumido en el caos y la desesperación más absolutas desde hace cinco días, cuando el país, uno de los más pobres del mundo, fue brutalmente sacudido por un terremoto de 7,3 grados en la escala de Ritcher. La tragedia, en su aspecto más doloroso e irreparable, con decenas de miles de muertos y centenares de miles de damnificado, se ha cebado con un país en el que, mucho antes de que tuviera lugar el seísmo, la pobreza, el hambre y la miseria eran tónica general y donde sobrevivir era un no siempre alcanzable reto diario. Tanto es así que antes de producirse este cataclismo, la ONU ya había advertido de la crisis humanitaria que asolaba Haití, país con gravísimas carencias en el que la acción internacional mediante medidas para paliar el hambre y el subdesarrollo era necesaria y urgente hacía demasiado tiempo. El drama, una vez más, es que todos estos avisos, incluidos los de la ONU, quedan en meras advertencias. Tras el terrible terremoto que ha añadido una gran tragedia a la tragedia diaria, se han activado mecanismos de ayuda internacional, casi siempre improvisada, insuficiente, desorganizada y llevada a cabo con más voluntad que acierto. Eso, en el mejor de los casos y si no se trata de mera propaganda para lavar la cara de algunos gobiernos y organizaciones internacionales. Lo cierto es que en Haití las dotaciones son tan escasas que los cadáveres se amontonan en las calles, no hay hospitales preparados para atender a las víctimas ni maquinaria adecuada para trabajar en el rescate de los supervivientes. Además, en un país como Haití, donde no existe un Estado sólido y la corrupción campa por sus respetos, nadie puede ejercer la autoridad necesaria y suficiente para coordinar, planificar, supervisar y controlar la ayuda internacional. Resulta asombroso que a estas alturas, ante la previsible sucesión de catástrofes de todo tipo en países pobres y sus desastres humanitarios, la comunidad internacional no cuente con una organización dedicada y preparada para llevar a cabo de forma urgente, racional y eficaz todas las labores necesarias de auxilio. Aunque ahora lo más urgente es el rescate de los supervivientes y la atención a las víctimas, el firme compromiso de ayuda a Haití debería convertir la obligación en un acuerdo para cimentar y reconstruir sobre bases sólidas un país que se ha venido literalmente abajo en una tragedia de una dimensión que no todos en el mundo civilizado, ni siquiera en instituciones como la Iglesia Católica, entienden. Las inoportunas, incomprensibles e impropias declaraciones sobre la misma del obispo de San Sebastián, José Ignacio Munilla, constituyen en ese sentido un claro ejemplo de la actitud que había llevado a Haití a tal situación de abandono internacional ya con anterioridad al seísmo.