OCHO años después de que el 11 de noviembre de 2002 tocara tierra en Guantánamo un vuelo militar con los primeros veinte prisioneros de la que se ha convertido en la prisión más famosa del mundo, el penal situado en la base estadounidense del extremo sureste de la isla de Cuba continúa albergando a 198 detenidos cuyo destino no ha dependido de una decisión judicial y sobre quienes se desconocen no sólo los cargos que se les atribuyen sino, en muchos casos, incluso su verdadera identidad. De ese limbo, estructurado y organizado por la Administración estadounidense durante la presidencia de George W. Bush en orden a una supuesta y mal entendida lucha contra el terrorismo internacional, sólo 44 reclusos han salido desde que Barack Obama firmara, el 23 de enero del pasado año, tres días después de tomar posesión, la orden ejecutiva del cierre de la prisión y la prohibición de las torturas y los malos tratos a los detenidos. Obama sabía que aquella promesa, explicitada durante la campaña electoral que le llevó a la presidencia, no iba a ser cumplida. Apenas un mes después de ganar las elecciones a John McCain y antes incluso de ser investido en enero del pasado año, el primer presidente afroamericano de EE.UU. había modulado su mensaje para aludir a una "manera sensata" de cerrar Guantánamo y ampliar el plazo hasta 2011, a mitad de legislatura, situando la clausura del penal como uno de los puntos sobre los que se debería basar una futura calificación a su Gobierno. La dificultad de desmontar, como afirmaba entonces el director de la prisión, David M. Thomas; "un engranaje político y policial que lleva siete años en marcha" era patente. El cierre de Guantánamo se había convertido no ya en el vergonzante símbolo de la lucha antiterrorista planteada por Bush, sino en el icono de otra batalla más sorda y hasta más compleja, la entablada entre la necesidad de mejorar la seguridad ante las nuevas amenazas -que curiosamente se acaba de reforzar con el fallido intento de atentado en Detroit- y la imprescindible protección del original espíritu de libertades sobre el que en teoría descansa la democracia estadounidense desde hace 226 años y que ha supuesto una paulatina pero históricamente vertiginosa evolución de las relaciones y reglas universales. En definitiva, la pugna entre dos visiones del mundo que, sin embargo, no son excluyentes. Porque sólo la protección y desarrollo de los derechos y libertades puede proporcionar, siquiera a largo plazo, aquella mejora de la seguridad que en el cómputo de los dos últimos siglos sí se ha dado en los países desarrollados, pero que sigue pendiente para un porcentaje de la humanidad que no cabe en ninguna prisión. Y ése es el verdadero reto de Obama. Convencer a unos y a otros de que el cierre de Guantánamo no sólo es el final del penal sino también el inicio de algo distinto.