N O resultará sencilla la tarea que a partir de hoy le tocará desarrollar a José Ignacio Munilla al frente del Obispado de Donostia. De hecho, habría que preguntarse si el propio Vaticano ha calibrado suficientemente una operación de alto riesgo como la de nombrar a un responsable diocesano en contra de la opinión de la gran mayoría de sus feligreses. No es, de hecho, la recomendación redactada en el Concilio Vaticano II cuando se estableció la necesidad de la "corresponsabilidad" en su toma de decisiones. Sin embargo, dadas las nuevas corrientes que están emergiendo en el seno de la doctrina católica actual, se podría decir que corren malos tiempos para aquel documento que estableció, allá por 1965, las bases de la Iglesia actual y que con tanto acierto ha sabido aplicar la diócesis guipuzcoana dando respuesta a las inquietudes de una sociedad moderna. Lejos de polémicas ficticias sobre la sensibilidad política del nuevo obispo -tan de trazo grueso, tan infladas por algunos partidos políticos y tan mimadas por la mayoría de los medios de Madrid hasta condicionar el verdadero debate de fondo- la irrupción de Munilla en Gipuzkoa responde al penúltimo capítulo de una calculada involución revisionista liderada por los sectores católicos más conservadores y dogmáticos que, ya de paso, aspiran a llevarse por delante los rasgos diferenciales de la iglesia vasca y cuyos siguientes capítulos se vivirán en Bizkaia (con el posible nombramiento de Mario Iceta ya como obispo titular) y el cambio en el Obispado de Vitoria-Gasteiz con la jubilación de su actual responsable. Una operación que resulta estar lejos, muy lejos, de la sensibilidad y la praxis de una iglesia, la vasca y dentro de ella la guipuzcoana, que ha ido compensando la falta de vocaciones y la creciente secularización de la sociedad, con mayor presencia y protagonismo de una feligresía activa y comprometida. Una masa social caracterizada por su arraigo, su apuesta por soluciones pacíficas contra la violencia y su trabajo por el dolor de las víctimas, una tarea silenciosa que en ningún momento ha buscado el lustre que dan los focos de la prensa. Esa misma comunidad ve con recelo la irrupción de un obispo al que le preceden posicionamientos y opiniones ajenos y hasta contrarios a la tarea desempeñada hasta ahora. El tiempo dirá el coste que esto va a suponer. Al mismo tiempo, la comunidad cristiana dice adiós a Monseñor Juan María Uriarte, fundamentalmente un hombre bueno, culto, cercano y afable, y un gran obispo, como ha demostrado en Bilbao, en Zamora y en Donostia. Una persona comprometida con su iglesia y con su pueblo, donde ha reivindicado con gran sentido de la responsabilidad el diálogo, la paz y los derechos humanos, lo que le ha valido injustas e inmerecidas críticas.