Los retos planetarios de Copenhague
La cumbre mundial sobre cambio climático sólo tendrá credibilidad si aporta compromisos reales de todos los países para combatir con eficacia la emisión de gases de efecto invernadero y no se convierte en un mero "Kioto-2"
EL mundo mira desde ayer a Copenhague, donde representantes de 192 países estarán reunidos hasta el próximo 18 de diciembre con el objetivo oficial y teórico de acordar medidas que logren frenar el cambio climático. La cumbre nace con la lógica expectación, pero también con altísimas dosis de escepticismo sobre los resultados reales que puedan obtenerse de la macrocita. No es para menos, toda vez que los precedentes no son muy halagüeños. El protocolo de Kioto, su antecedente más claro, ha terminado siendo en muchas ocasiones papel mojado y no ha logrado garantizar el cumplimiento de los objetivos diseñados, que no son otros que la reducción de gases de efecto invernadero. Además, la posición de partida de algunos países -los que más tienen que decir, precisamente porque son los más contaminantes, es decir, China, India y Estados Unidos- no permite contemplar esta cumbre de Copenhague con optimismo. La realidad, avalada por numerosos estudios científicos, es que el mundo, la humanidad, no se puede permitir el modelo actual de producción de energía basado en la utilización masiva de combustibles fósiles o, de lo contrario, el planeta corre serio riesgo de catástrofe por, entre otras cosas, el cambio climático que tendría lugar en pocos años con efectos devastadores: aumento de la temperatura mundial con incrementos significativos del nivel del mar, inundaciones y sequías y su consiguientes consecuencias en nuestra vida y en la propia organización mundial. Copenhague supone, en este sentido y aunque suene apocalíptico, un último y casi desesperado intento por salvar el planeta. Lo reconoció ayer mismo, en la inauguración de la cumbre, el responsable de la ONU para el cambio climático, Yvo de Boer, al asegurar que el éxito de esta cita mundial depende de si se acuerdan "acciones significativas e inmediatas que entren en vigor al día siguiente de su clausura". "Se acabó el tiempo de reiterar posiciones y de declaraciones, hace falta acción real", insistió, al tiempo que la presidenta de la conferencia, Connie Hedegaard, añadió que "ha llegado el momento de dar al mundo el rumbo correcto, mientras aún estamos a tiempo". Esa es, precisamente, la clave de la reunión y el reto real al que se enfrenta, porque se trata de conseguir compromisos reales, efectivos y con garantías y control suficiente por parte de todos los países. Un compromiso que supone una reducción drástica de las emisiones pero también de financiación -es decir, quién paga la factura del desastre- para que esto sea posible. Los países más contaminantes son los más reticentes a firmar compromisos firmes, pero la credibilidad de la cumbre de Copenhague está precisamente en estar a la altura de las circunstancias y alcanzar un acuerdo de decisiones concretas. Es decir, en no terminar con un decepcionante y peligroso Kioto-2.