¡Oh, no, el diablo no se aburriría aquí, en El Pezón Giratorio! Desde la ventana de mi dormitorio, justo encima del escenario del club, se ve la gran rotonda, que antes fue un cruce de caminos, con sus cuatro salidas: Zarraluki, Olariz, Iturrigorri e Iribertegi.

Cada carretera, a su vez, se ramifica como un árbol de asfalto en otras que conducen a los pueblos y las ruinas, a los antiguos pozos de petróleo, a las pistas de montaña, al viejo faro, pero también a las urbanizaciones de pijos, al club náutico, a la presa del pantano... a todos esos pequeños infiernos, ¡oh, sí!

Desde el Ayuntamiento siguen sin contestar a la propuesta que les hice hace meses para levantar en el centro de esa rotonda un monumento al demonio. No ha pasado todavía tanto tiempo para saber si se trata de silencio administrativo o si lo están valorando. Lo que está claro es que en este valle todos hemos vendido alguna vez nuestra alma al diablo.

Jack, por lo menos, lo ha hecho a cambio del don del blues, no de un casoplón en el paseo marítimo o de pegarle fuego al pueblo viejo, ¡oh, no! 

Hace ya algunas horas que se han largado, él y Django, y todavía tengo marcada en mi cara una sonrisa que, a la vez, me duele como si fuera una herida. Me siento en deuda con el viejo Jack. Él fue uno de los primeros que aceptaron venir a tocar a El Pezón Giratorio, cuando este era solo un antro de mala muerte. Cuando todos decían que yo estaba como una cabra. 

Músicos en un concierto, en una imagen de archivo. Freepik

−Pero Kiko, ¿a quién se le ocurre montar un club de blues en una borda, ahí en mitad del monte?−me decían.

Aunque, por el contrario, les parecía de lo más natural que en nuestra montaña, a más de cien kilómetros del mar, se alzara un faro. 

En todo caso, tenían razón, era una locura

Pero en aquella época yo necesitaba algo en lo que creer

Y aquella locura mía me salvó la vida, ¡oh, sí! 

Además, he aprendido a desconfiar de los cuerdos. Estaban, por ejemplo, muy cuerdos también todos aquellos que, en el instituto, me pellizcaban con saña en el pecho, después de preguntarme: “Calimero, ¿qué rima con laboratorio?”. “¡Pezón giratorio!”.

Al club le puse ese nombre por eso. Por eso y por La Teta Enroscada, el garito de la película Abierto hasta el amanecer.

Pero, sobre todo, por eso: para demostrar a todos esos animales que, aunque lo habían intentado con todas sus fuerzas, no habían conseguido joderme la vida, ¡oh, no! Muchos de ellos ahora me suplican que les reserve una mesa o una entrada en el club, y entonces soy yo quien les retuerce los pezones: “¡Lo siento, está todo completo!”, les contesto.

Pero, al principio, éramos solo cuatro gatos: Urtubia, siempre sentado en una mesa del fondo, con la funda de su misteriosa guitarra a los pies; el Antropólogo, repitiendo a todas horas el mismo chiste malo desde su silla de ruedas: “Soy antropólogo, experto en antros”; y Jack, el viejo Jack, subido al escenario cada noche y rascando con la púa de su guitarra las calderas del infierno

Guitarras eléctricas, en una imagen de archivo. Freepik

***

La noche que ardió el pueblo viejo de Zarraluki también estábamos solos los cuatro, mirando boquiabiertos el resplandor naranja del cielo y cómo los tejados de las casas caían como teas sobre el precipicio, sobre aquel hueco en la montaña que los bulldozer habían abierto a bocados meses atrás, igual que perros hambrientos y rabiosos.

Los caserones de Zarraluki habían quedado entonces colgando sobre el abismo, con sus últimos habitantes atrincherados en sus ataúdes de piedra. Solo el fuego pudo sacarlos de allí. Pero, después del incendio, tampoco se fueron muy lejos, aquellos zarralukitarras cabezones y valientes.

Volvieron a levantar, como lázaros resucitados, otras casas y cabañas unos metros más arriba de la montaña, y cuando finalmente el valle fue inundado, aquel nuevo Zarraluki quedó justo al ras del pantano, como un reflejo del viejo pueblo, quemado y sumergido, como una especie de milagro en el mismísimo infierno, ¡oh, sí! 

Un incendio en una localidad, en una imagen de archivo. Freepik

Comenzaron entonces ellos también a frecuentar El Pezón Giratorio, hipnotizados por la música del diablo. El viejo Jack les mordía el corazón con sus blues, los hacía aullar de dolor, y ellos, melancólicos, aprendieron a amar ese dolor. Y sus aullidos atrajeron a otros. Emergieron del pantano los espíritus de los pueblos inundados.

Comenzó a aparecer gente de Olariz, de Iturrigorri, de Iribertegi, pero también de Pamplona, y de Jamerdana, sobre todo cuando construyeron la gran rotonda a solo unos metros del club. Incluso los pijos de la nuevas urbanizaciones que brotaron como hongos a orillas del pantano venían de vez en cuando a El Pezón Giratorio.

Nuestro garito de mala muerte se puso, en fin, de moda. Y los propios músicos, los bluesmen más respetados y talentosos, llamaban para ofrecer sus servicios. 

Así fue como, poco a poco, el viejo Jack fue dejando de tocar en el club. Yo seguía invitándolo a subirse al escenario de vez en cuando. Los nuevos clientes, sin embargo, no disimulaban entonces su malestar: “Otra vez el abuelo”, los oía murmurar, o tosían durante los punteos de Jack... Querían siempre algo nuevo y diferente.

El propio Jack, cansado y avergonzado, se mostraba remolón cuando yo le proponía algún bolo.

Hace unos días, sin embargo, me llamó por teléfono.

−No te asustes que no es para tocar yo, ¡oh, no! −me dijo−. He conocido a un guitarrista, un gitano belga, un manouche que anda rulando por aquí estos días. Versiona temas de Django Reinhardt, y tiene el blues. Le hablé de El Pezón Giratorio y me dijo que le gustaría actuar allí, ¿qué me dices, hermano? Es una buena oportunidad.

−¡Oh, sí, desde luego que lo es! −le contesté, empleando esa manera nuestra de hablar, que en nuestra imaginación era la que misma que utilizaban los viejos bluesmen

Y no hubo más que decir, así fue como acordamos el concierto de esta noche.

El desconcertante concierto de esta noche.

Un escenario en el que hay instrumentos musicales, en una imagen de archivo. Freepik

***

Todavía se me salta la risa, una risa amarga, que deja un poso de compasión y de culpabilidad, cuando a mi cabeza viene la imagen del supuesto doble de Django presentándose, hace unas horas, en El Pezón Giratorio, con el pelo engominado y teñido de negro, un bigotito pintado sobre el labio superior y la cara agitanada con polvo bronceador...

Todo lo cual, no obstante, ¡oh, no!, no conseguía en absoluto disimular que bajo aquel disfraz se escondía el propio Jack.

Bon soir! Soy Django, vengo de pagte de Jack −se ha presentado.

Y a mí ha estado a punto de escapárseme una carcajada, pero, de pronto, me he dado cuenta de que Jack, una de dos, o estaba convencido de que realmente había conseguido engañarme, o le daba exactamente lo mismo e iba a continuar adelante de todos modos con su ridícula farsa. 

−Sí, sí, claro, venga conmigo −le he contestado, intrigado, y a la vez siguiéndole el juego.

Y lo he acompañado hasta el camerino, como si nunca hubiéramos recorrido juntos ese camino.

Un micrófono, en una imagen de archivo. Freepik

El público ha mostrado el mismo desconcierto cuando Jack-Django ha salido al escenario con su guitarra y el pitillo humeando entre los dientes. Ha habido murmuraciones, aplausos desganados, alguna risa nerviosa…

Pero después el viejo Jack ha comenzado a mover sus dedos sobre las cuerdas de su guitarra como si fueran pájaros, y entonces, de repente, se ha detenido el tintineo de los cubos de hielo en los vasos y el rumor de las conversaciones y las carcajadas beodas, se han detenido hasta las respiraciones, oh, sí, y la música se ha convertido en nuestro propio aliento. Nunca había oído tocar a Jack de ese modo.

En su cuerpo se había encarnado el espíritu del mismísimo Django Reinhardt, aquel músico gitano que perdió dos dedos de su mano cuando su caravana se incendió y que, haciendo de la necesidad virtud, inventó una nueva manera de tocar la guitarra

Pero lo más extraordinario de todo ha sido que Jack, el viejo, Jack, con el bigotito desdibujado sobre su labio superior y el maquillaje borrado por el sudor que caía a mares por su frente, era real, mientras que todos los que lo escuchábamos nos sentíamos, frente a él, unos impostores, con nuestros pequeños o grandes infiernos, con nuestras mentiras, y nuestras traiciones, con nuestros secretos y nuestras máscaras, con nuestra basura que él hacía arder de aquella manera hermosa en nuestro interior, ¡oh, sí! 

Merçi, amigo, ha sido un placeg tocag en tu club −se ha despedido Jack, es decir, Django, al acabar su actuación, manteniendo todavía, hasta el final, aquel teatrillo.

Y lo he visto internarse en la oscuridad de la noche, desde la ventana de mi habitación, en la que brillaba intermitente el neón magenta con el nombre del club (aquellas luces que yo había mandado instalar justo ahí, junto a mi ventana, para dormirme arrullado por su parpadeo, como si mi vida fuera una película de perdedores que saben convertir su derrota en una victoria personal). 

El viejo Jack ha caminado renqueando hasta la gran rotonda y se ha detenido en el centro, esperando a alguien. Hasta que ha llegado una furgoneta roja. De ella se ha bajado un tipo y ha ayudado a Jack a cargar su guitarra en el maletero.

Una furgoneta roja, en una imagen de archivo. Freepik

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Luego, han entrado los dos al vehículo y este se ha alejado del viejo cruce de caminos, entre toses del tubo de escape, que han dejado tras de sí varias volutas de humo negro y ¡oh, sí! (o quizás ¡oh, no!, yo ya no sé, la verdad) un olor asfixiante a azufre que todavía flota en el aire.