LA herencia histórica de Francia con sus antiguas colonias justifica la presencia de una considerable población de origen magrebí en la sociedad francesa, un colectivo vinculado, desde sus orígenes coloniales, a Francia a través de lazos lingüísticos, estructurales y también familiares. Las comunidades de argelinos y marroquíes residentes en Francia fueron una constante desde los años 20 aunque la gran mayoría, junto a la emigración subsahariana, pisó suelo francés en el viejo continente en los años 50-60 con motivo de la descolonización africana y la demanda de mano de obra tras la Segunda Guerra Mundial.
Francia, Bélgica, Holanda, Reino Unido y Suecia son a día de hoy los países de la Unión Europea con mayor porcentaje de población de origen magrebí que integran aproximadamente 19 millones de ciudadanos constituyendo un 3,8 de la población total, la mayoría sunitas. En el caso de Francia, un país marcado históricamente por la inmigración y donde el 25% de la población tiene ascendientes emigrantes, las estadísticas están prohibidas desde 1945 por la utilización de datos de identidad religiosa y étnica para la deportación de judíos. Las estimaciones, por tanto, no permiten ajustar del todo las cifras que calculan que hay unos seis millones de franceses de ascendencia magrebí, un 10% de la población total del país. Otro factor importante para esta nebulosa estadística, según el profesor de Sociología de la UPV-EHU Eguzki Urteaga es que en Francia prevalece a la hora de conseguir la nacionalidad, el derecho del suelo frente al derecho de la sangre. “El acceso a la nacionalidad francesa parte del hecho de haber nacido en Francia y no necesariamente de tener padres de nacionalidad francesa, un hecho diferente al de España, donde prevalece el derecho de la sangre”. La consecuencia en el estado francés es que alguien que tenga padres de orígenes magrebíes, si ha nacido en Francia, obtiene automáticamente la nacionalidad y, del mismo modo, desaparece de las estadísticas.
La separación entre Estado y las religiones en Francia en nombre de la laicidad desde 1905 ha dibujado una ciudadanía en la que las personas pueden practicar sus creencias religiosas que se confinan a la esfera privada y a los lugares de culto, en el caso del islam, en las 2.400 mezquitas repartidas en toda Francia. “No tiene”, añade Eguzki Urteaga, “una plasmación en espacio público, hay una distinción bastante clara a este nivel”. En el caso de las nuevas generaciones de jóvenes de creencia musulmana, el islam se define “en términos culturales o de mera tradición, de respetar los ritos y no por una práctica asidua de la religión o adhesión a los dogmas. Muchos de ellos no son practicantes y se adhieren en gran medida a los valores de la sociedad francesa”, añade.
Con todo, una Francia, que tiene como habitantes nacionalizados a gran parte de una población con orígenes de fuera del país, donde en las nuevas generaciones ha cundido el descontento frente a la divisa de “Libertad, igualdad y fraternidad” y que padece los ataques del racismo y la xenofobia, puede presumir de que, a medio o largo plazo, la integración social de la población inmigrante se está produciendo. Uno de los indicadores más obvios y al que miran atentamente los demógrafos es la proporción de matrimonios mixtos. Los datos de 2011 indican que 35,8% de los inmigrantes están casados o viven en pareja con alguien que tiene la nacionalidad francesa. “Es una proporción que va en aumento desde los años 60. Es un fenómeno perceptible en una perspectiva a largo plazo”, indica Urteaga. Otro rasgo hacia integración es la rápida equiparación de la tasa de natalidad con la media estatal francesa. Urteaga afirma que estos factores “permiten relativizar el modelo de integración francés republicano y asimilacionista pese a no ser perfecto. A medio y largo plazo tiene resultados”.