KHALED Saeed entró en un cibercafé para navegar por la red. Mientras lo hacía, dos agentes entraron para arrestarlo por tráfico de hachís. Pocas horas después, murió.
El informe oficial decía asfixia. Cuando, siete meses después, las fotografías del rostro desfigurado de Khaled por los mazos de los policías salieron a la luz, decenas de miles de jóvenes egipcios tomaron las calles clamando por los derechos civiles, por la libertad de expresión. Por la dignidad. Era 25 de enero de 2011 y se desataba la revolución egipcia. Sin embargo, aquellos jóvenes vieron cómo su gran sueño quedaba en una revuelta efímera y hoy, huérfanos de esperanza, deciden hacer las maletas como única alternativa de futuro.
Oportunidades
Sameh fue una de las cabezas activistas de la Primavera Árabe. Volvió a su ciudad después de cursar sus estudios en el extranjero confiando en el potencial del país, en su capacidad para dar un vuelco a la situación que limitaba, desde hacía años, la sociedad egipcia. “Quería cambiar el sistema y construir un sitio mejor para todos”, dice Sameh, quien prefiere mantener su identidad en el anonimato. “Hubo momentos en los que todos creímos en ello”. Y aunque miles de personas vieron el 11 de febrero ele 2011, día de la renuncia del dictador Hosni Mubarak, como el preludio del cambio que buscaban, el golpe de realidad no tardó en hacer el sueño añicos. Una sucesión de gobiernos más dictatoriales si cabe llevaron a Sameh a una situación de total impotencia al sentir que “tanta lucha y tanto sacrificio humano no había servido para nada’’. Por ello, cuando la compañía petrolífera Petronas le ofreció un puesto de trabajo en Malasia no lo dudó un momento.
Además de mejor salario, mejores condiciones y un puesto adecuado a su preparación, Sameh asegura que se fue por “respeto a sí mismo”. Y es que, según cuenta, siente que la sociedad egipcia, intransigente y blindada a las novedades y extravagancias, no le permite ser él mismo. “Se hacía una jaula para mí. He viajado y visto mucho, y estoy ávido por vivir aún más”.
Liberación ideológica
Ahmed y Sameh se conocieron en la Universidad Tecnológica Petronas cuando cursaban sus estudios de Ingeniería. El primero, agnóstico, volvió a El Cairo sabiendo que se enfrentaría a una desconexión total con su país de origen. A pesar de que respeta la religión por cómo consigue unir y dar esperanza a las personas, critica la imposición absoluta e inmutable que hace en las sociedades musulmanas. “Impide que se desarrollen. Las estanca. Y esto, combinado con la ignorancia en un país en el que un tercio son analfabetos, es la herramienta perfecta para dar pie a los extremismos y a todo lo que ello conlleva”.
Él es otro ejemplo de cómo la discriminación y las faltas de respeto marcan la realidad del país. “Empecé a buscar trabajo y en aquel momento llevaba el pelo largo recogido en una coleta. Todos los puestos importantes en mi campo están controlados por personas muy conservadoras. Sentí un rechazo que me hizo cambiar de plan y volví a estudiar’’, asevera. Después de terminar un máster por la Universidad de Nottingham con una beca, volvió a probar suerte en Egipto. Y, aunque esta vez sí encontró un puesto que se adecuase a su preparación, sentía que la única manera de sobrevivir era encerrándose en una burbuja de confort. “Y eso es totalmente injusto.
Significaba cegarse y no ver la realidad de las calles de un país con casi un 50% de su población viviendo bajo el umbral de la pobreza. Si no me iba, más tarde o más temprano, acabaría formando parte del sistema”. Ahmed tomó el camino difícil: contactó con una StartUp en la capital de Dinamarca, le dieron el puesto, y se fue.
Valentía
“En Egipto soy toda una afortunada. Tengo un buen trabajo. Seguro médico, coche propio. Pero esa situación y la gente de mi al rededor son totalmente ajenos a la realidad. Soy consciente que yo sola no puedo cambiar las cosas y la única solución es irme”.
A pesar de su complexión pequeña, Eman desprende fuerza por los cuatro costados. Cuenta que la primera vez que vio a Ahmed no entendía cómo podía pensar de esa manera, tampoco supo encajar su aspecto físico. ‘’Yo en ese momento era mucho más tradicional”. Pero como a muchos otros, la revolución cambió a Eman. Ahora, acaban de concederle una beca con todos los gastos pagados para estudiar un máster en Gestión y Comercio Internacional por la Universidad de San Francisco, California. También podría cursar unos estudios similares en El Cairo, pero Eman huye de una sociedad en la que, como mujer, sufre una represión sexual que no es capaz de aceptar. “Me considero una mujer independiente, pero aquí me hacen sentir muy pequeña. Ni siquiera conducir sola es seguro a partir de las 11 de la noche”, asegura. Y critica la poca libertad que tienen para responder al acoso sexual que sufren, a diario y de manera indistinta, por las calles en cualquier momento del día. “Tenemos que responder con un discreto basta a las barbaridades que nos dicen. Yo a veces les grito pero eso les puede ofender”, asegura. A pesar de todo, su familia no está nada contenta con la beca. El motivo, el matrimonio. “Después del máster volveré con 31 años y no sé que opciones de casarme tendré en ese momento. En general, a los hombres egipcios no les gusta la idea de que su mujer viaje y explore cosas diferentes. Pero cuando me hago la pregunta ¿de qué me arrepentiría más?, de arriesgar o no, la respuesta es de no hacerlo. Así que lo tengo claro”, declara.
Inestabilidad
Bassem siempre ha sido consciente de la importancia de la preparación académica. “Estudiar en el extranjero, viajar, hace que la gente aquí te mire con otros ojos. Si te preparas en el extranjero tienes muchísimas más oportunidades laborales”.
Él también abandonó su trabajo para desarrollarse profesionalmente fuera del país. Ahora, a punto de finalizar el último semestre académico del máster en Informática y Comunicación en la Universidad de Mannheim, Alemania, no se plantea volver.
Asegura que “ya no es sólo por un tema laboral, es por el caos que reina en Egipto”. Para él las carreteras son el más fiel reflejo de lo que pasa: el tráfico -el más caótico del mundo- va a la par con la incertidumbre de una sociedad que, asegura, “no tiene límites”. “Ya no sabes en qué puede acabar una pelea callejera. Cada vez más gente lleva armas, y no sabes a qué te enfrentas”. ¿Y volver’? Dice que muchas veces se lo plantea. Y llega el pero. “Luego piensas en todos los muertos de la revolución que se han quedado en simples números. En sus familias. En todos los casos de activistas desaparecidos y torturados que quedan impunes ante la ley. Y no merece la pena”, concluye.