Europa ha puesto verde al automóvil colocándolo en la picota por sus pecados medioambientales. En su solitaria cruzada por preservar el planeta azul, las autoridades del Viejo Continente han arremetido contra el que es uno de sus pilares industriales y económicos, obligándolo a afrontar una transición tecnológica necesaria, sí, pero exigente, costosa y cada vez más cuestionada. El coche eléctrico iba a ser la panacea para descarbonizar la atmósfera y alcanzar una movilidad sostenible. Pero hasta los buenos propósitos requieren un plan de ejecución adecuado para verse realizados.
Cambiar contaminantes vehículos de combustión por otros a pilas teóricamente sin emisiones es un objetivo loable. El problema es hallar la fórmula apropiada para materializar esa alternancia energética. De otro modo, la magnífica idea se queda en ocurrencia. Y por lo visto hasta ahora, nadie ha dado con la tecla correcta. Ni los gobernantes ni los fabricantes.
La industria europea del ramo, que se frotó las manos con la perspectiva de negocio fácil que suponía renovar de golpe el nutrido parque móvil continental, se ha dado de bruces con la tozuda realidad. A sus directivos les ha costado descubrir lo que para la gente corriente estaba tan claro como la sopa de hospicio: nadie siente de pronto la imperiosa necesidad de conducir un coche eléctrico. Menos aún si ello comporta desprenderse prematuramente del suyo propio y desembolsar una importante suma de dinero por otro a pilas que hace menos cosas y, además, acarrea complicaciones.
La electrificación iba a ser la panacea para descarbonizar el planeta y propiciar la movilidad sostenible, pero su implantación está fallando
Así que las compañías de automóviles han protagonizado otro cuento de la lechera. Tras renunciar a los de combustión interna que quería la gente, descubren que venden menos ejemplares eléctricos de los que soñaban. Pese a los titulares de corta y pega sacados de los comunicados oficiales de las marcas, los incrementos espectaculares en las matriculaciones de modelos a batería son engañosos: el 89% de subida en lo que va de año solamente consigue que los eléctricos supongan el 8,4% de los pedidos. Y eso está muy por debajo de las previsiones y de la rentabilidad esperada.
Por otra parte, el gremio del motor sabía que tarde o temprano acabaría jugándose el futuro a los chinos. Era algo tan evidente como lo es hoy que va perdiendo la partida. Europa no ha hecho bien los deberes y China la ha madrugado.
Considerado antaño un mercado potencial por los soberbios occidentales, el coloso oriental ha pasado de presa a depredador. Mientras aquí se discutían leyes y se fantaseaba con supercoches, allí ponían pie a tierra y manos a la obra. Desarrollaron como locos tecnología de baterías y acapararon con avidez las materias primas esenciales para fabricarlas. Entre tanto, inventaron sin freno marcas que se sacan de la manga modelos factibles; primero fueron bastante malos, luego regulares y finalmente han acabado por ser buenos, e incluso bonitos y baratos.
Los eficientes propulsores de combustión modernos no son el problema, sino parte de la solución medioambiental y económica
En eso la República Popular China juega con ventaja. Europa lo llama trampas y lanza acusaciones de dumping. Quizá sea mal perder, pero no le falta razón. Un sistema sin elecciones, convenios colectivos, derechos sociales o libertad de mercado como el chino siempre propicia la eficacia del ordeno y mando. También rebaja bastante los costes de producción. Por tal motivo, y porque aquí no se impone a esos productos los mismos aranceles de entrada que padecen allí los europeos, los coches chinos se empiezan a comer el pastel. El mercado internacional ya habla mandarín.
No hay que olvidar, además, que si el público occidental compra menos eléctricos de los previstos, los que adquiere son en gran proporción orientales. Desleal o no, esa competencia ha hecho saltar las alarmas entre unos gobernantes y fabricantes europeos a los que aún les duele el tiro en el pie que se pegaron al fijar el cese de la producción de modelos de combustión en 2035.
Por ese motivo comienzan a modular su argumentario, aceptando que el coche eléctrico no es la única solución de futuro y abriendo la puerta a una prórroga de los motores petroleros. Su discurso incorpora ahora importantes matices y justifica medidas para preservar un sector industrial que ocupa a 14 millones de conciudadanos y, de paso, para salvar la cuenta de resultados de las compañías locales. Solamente los más talibanes continúan hablando hoy de electrificación a ultranza, cueste lo que cueste.
Uno de los primeros herejes en pronunciarse al respecto pidiendo menos rigor fue Thierry Breton, comisario de Mercado Interior de la UE hasta hace un año. “No se puede forzar una transición sin mercado”, admitió en alusión a la decisión de poner fin dentro de diez años a la fabricación de modelos de combustión. Varios directivos de compañías le han hecho después los coros hablando de “flexibilizar” la electrificación o directamente de prolongar la vigencia de los vehículos térmicos más allá de la fecha anunciada. ¿Ha vuelto la cordura o han visto las orejas al lobo chino?
Los coches con motor de explosión son intrínsecamente contaminantes. Esta evidencia exige poner fecha de caducidad a los carburantes fósiles. Ahora toca consensuar cuándo y cómo, para proteger el medioambiente, pero también el nivel de desarrollo al que nadie quiere renunciar. A corto plazo, los eficientes propulsores de combustión modernos no son el problema, sino parte de la solución medioambiental y económica. En muchos casos y para muchas personas garantizan lo que el eléctrico todavía no puede: autonomía, precio y confianza.
La industria del motor sabía que acabaría jugándose el futuro a los chinos; hoy va perdiendo la partida
La opción sensata para algunos
El eléctrico es un gran invento para quien se lo puede permitir, mientras se mantengan las ventajas actuales.
¿Es mala idea pensar en un automóvil a batería? Obviamente, no. De ningún modo. El eléctrico, guste o no su tacto de conducción, es un gran invento para quien se lo puede permitir. Al menos mientras se mantengan las ventajosas circunstancias actuales que adornan su compra.
Si tienes que cambiar de coche y cuentas con recursos para comprar uno a pilas (todavía cuestan apreciablemente más que los térmicos equivalentes), si dispones de medios y condiciones personales para instalar un punto de carga propio, si no acostumbras a realizar desplazamientos largos… (¿demasiados condicionales?). En tal caso, no lo dudes. Acertarás con un eléctrico.
Para empezar, te saldrán las cuentas. Piensa que parte del precio de ese coche y de ese cargador la pagamos vía impuestos entre todos, incluyendo a peatones y a quienes solamente tienen para un diésel de ocasión. Nadie sabe cuánto van a durar esas subvenciones que sostienen artificialmente el pequeño mercado de los BEV.
Hay más ventajas. El mantenimiento de un Battery Electric Vehicle promete ser más sencillo y asequible. De momento también lo es su uso. Repostar kilovatios nocturnos a tarifas bonificadas sale más barato que visitar la gasolinera. Es probable que el chollo se acabe en cuanto los eléctricos proliferen y aumente la cabledependencia, momento que las operadoras eléctricas quizá aprovechen para pasar factura a la clientela cautiva.
Todavía no hay un gran parque de coches a pilas con los que competir por un enchufe público. Así que si decides viajar no tendrás demasiadas dificultades para encontrar uno de esos puntos rápidos de reabastecimiento que esté libre y operativo. Son caros, sí, pero hemos quedado que, para quien lo tiene, el dinero vale menos que el tiempo.