La primera visión que nos trasmite Alonso de Palencia, cronista de Enrique IV e Isabel la Católica, de los habitantes del territorio resulta, cuanto menos, inquietante, y recuerda a la del Códice Calixtino:

“Navarros, vizcaínos y vascos viven desgarrados por sangrientas banderías y eternas e implacables rivalidades en que consumen […] las riquezas que sus expediciones marítimas les procuran […] Todos ellos se entregan al robo y tratan de engrosar las fuerzas de sus partidos […] Ni obedecen las leyes ni son capaces de regular gobierno; su idioma y sus costumbres con ningún otro pueblo tienen semejanza; solo en avaricia igualan, si no superan, a los más avaros, que aún entre padres e hijos es corriente la usura. A veces conceden amigable hospitalidad a los viajeros; pero siempre sedientos de su oro, asáltanlos con frecuencia en su penosa marcha por entre bosques […] con humildes palabras, que truecan en amenazas de atravesarlos con sus ballestas […] Luego […] se consagran a su seguridad […] no vayan a caer en manos de otros salteadores […] Llegados a su hospedaje, todos restauran fuerzas en su mesa, y a falta de vino, que en el país tiene alto precio, el huésped viajero ha de cuidar de alimentarlos abundante y opíparamente con sidra y pan exquisito. Pero todas estas faltas las disimulan con el pretexto de su antiguo abolengo, del singular esfuerzo de su ánimo y de su consumada destreza. Era ya antigua la queja de los atropellos de vizcaínos y guipuzcoanos…”.

Bueno, por lo menos los viajeros que visitaban nuestra tierra por entonces no podían decir que se aburriesen.

Sobre esta visión de los vascos y las luchas de bandos, resulta interesante el discurso que el conde de Treviño pronuncia ante los líderes de las dos facciones con el objetivo de que unan fuerzas contra el conde de Haro: “Vosotros, que jamás quisisteis acatar los justos mandatos de los Reyes, ¿vais a someteros ahora a la tiranía de vuestros iguales? ¿Pudo por ventura la nación vascongada ver en su tierra la legítima autoridad del Rey de otro modo que en el traje y porte de vuestros paisanos? Y ahora, ¡oh dolor! en estos tiempos de vuestra miserable servidumbre veis en la floreciente ciudad de Bilbao a Pedro de Velasco engalanado con oro y piedras preciosas, menospreciándoos al frente de su escogida caballería”. Fuera por este discurso o, más probablemente, por puro interés, los enemigos irreconciliables unieron fuerzas y expulsaron a Velasco.

También nos habla Palencia de la obligación de los reyes o señores de jurar las leyes de los vascos bajo el árbol de Gernika, describiéndonos una ceremonia, cuanto menos, singular:

“…aquellos hombres cuyas leyes, instituidas en los tiempos más remotos y hasta los nuestros observadas, tienen disposiciones para rebajar el poderío de los Reyes. Cuando el de Castilla, de quien los vizcaínos se confiesan vasallos, visita su provincia, disponen aquéllas que vaya a la villa de Guernica a pie, descalzo del izquierdo, vestido con sencillo jubón y rústico sayo, llevando en la diestra un ligero venablo, y que al aproximarse a la vieja encina que en el valle cercano a la población levanta sus robustas ramas, corra hacia ella en presencia de los vizcaínos que lo acompañan y lance el arma contra el tronco para después arrancarla con la mano. Hecho esto, jura el Rey observar las antiguas instituciones de los pueblos, no ir en nada contra sus libertades y mantenerlos exentos de todo tributo, excepto del de las levas, porque para las expediciones terrestres y especialmente para las marítimas son los vizcaínos sobremanera aptos”.

“[Fernando] cruzando el monte de San Adrián, divisoria de Álava y Guipúzcoa, [decidió] reunir en Segura, villa situada en las faldas de aquel altísimo monte, una junta de guipuzcoanos en que le prestasen juramento de fidelidad, como acostumbran los vascongados para el reconocimiento de sus Soberanos bajo el árbol de Guernica. Este acto de acatamiento de ambos pueblos difería en el nombre, pues los vascongados llaman Condes y reconocen por Señores a los que lo son de los reinos de León y Castilla, y los guipuzcoanos quisieron llamar primero a D. Fernando su Rey, para que la provincia de Guipúzcoa, antes del señorío de Navarra […] se citase en la enumeración de los reinos y provincias de España”.

Exvoto que se encuentra en la iglesia de San Pedro de Zumaia. Representa la victoria de las naves de Juan Martínez de Mendaro sobre las armadas.

El rey de Castilla es señor, de diversas formas, de los vascos, pero estos no forman parte de Castilla, como deja patente el hecho de que ninguno de los territorios envía representantes a sus cortes. Así, Gipuzkoa quiere dejar en claro que es un reino como Castilla y León, y Bizkaia un señorío, cuyo señor es el rey de Castilla, como en su día lo fue el conde de Haro hasta que dejó de serlo.

Un pirata gascón llamado ‘Colón’

Este es el marco político en los territorios vascos cuando se inicia la Guerra de Sucesión castellana. En esta guerra destaca el papel de las armadas vascas, como corresponde a un territorio volcado desde antiguo en la mar. Las referencias son muchas, algunas muy curiosas, como la de un pirata gascón llamado Colón –sí, según algunos el padre del Colón que se encontró con América– que llegó a ostentar el título de almirante del rey de Francia y que al mando de su flota, en la que abundaban los vascos, “había hecho a los franceses aptos para la navegación, porque antes se les consideraba o desconocedores de tal ejercicio o poco experimentados en las expediciones marítimas”.

Por cierto, este simpático Colón, aprovechando que buena parte de su tripulación eran vascos y gascones, capturó una flota de mercantes también vascos que, de acuerdo con las leyes del mar y por la solidaridad entre paisanos, se acercaron a sus naves a ayudarlo. Y hay varias hazañas suyas de este tipo. A ver si no va a ser de verdad el padre del otro.

A propósito del término “gascón” resulta muy significativo este párrafo de la crónica, que narra la defensa de Hondarribia: “…obligó a los franceses a refugiarse en el otro campamento de la costa de Gascuña, allí donde la marea señala la división entre las dos provincias, una de cuyas costas pertenece a los españoles y otra a los gascones. Entre estos y los vascongados perdura una antigua y sangrienta contienda, porque los últimos sostienen que su territorio se extiende 1.500 pasos más allá de donde llegan las aguas, y sus adversarios afirman que termina en la mitad de ese espacio. […] se empeñaban en ligeros combates, las más de las veces funestos para los franceses. Y lo hubieran sido más si los habitantes de Urturi [Urruña, en francés Urrugne, municipio del que entonces formaba parte Hendaia], acostumbrados a pelear con los vascongados […] Iguales en idioma, en armas y en pensamiento a los vascongados, refrescan los antiguos enconos por la cuestión de los límites, y la sangre teñía frecuentemente las aguas entre sus territorios”. Queda claro que se reserva el término vascongados o vizcaínos para los habitantes de Hegoalde y el de gascones para los de Iparralde: “iguales en idioma, en armas y en pensamiento”.

Es imposible comprender la historia de Euskadi sin entender su papel como “almohadilla” entre Castilla y Francia, algo que daría lugar a un juego prolongado de amenazas, ofertas, acciones de fuerza y concesiones de ambos reinos que aparece reflejado varias veces en la propia crónica de Alonso de Palencia: “Pero por cuanto el portugués, excitado a la guerra, pedía auxilio al ejército francés, se convino en ceder al rey Luis el título y señorío de los vascongados que, sometidos por las armas, podría lícitamente reunir a los de Gascuña bajo su cetro”. También Palencia explica que el rey de Francia se disponía a “someter por concierto o por la fuerza a los vascongados”.

En diversos momentos aparecen los vascos luchando a favor, o en contra, del rey Fernando, sobre todo por mar, ya que la mayoría de las armadas atlánticas de Castilla se formaban con barcos vascos. Estos barcos y su tripulación alquilaban sus servicios, cobraban por luchar –igual que los soldados de tierra– ya que lo de dejarse matar gratis es una ocurrencia muy moderna. Y si no cobraban se volvían a su casa, y punto: “Cuando ya se habían consumido en estas disputas la mayor parte del dinero de las soldadas […] el Capitán llenó de satisfacción a muchos vascongados dando la orden de regresar a la patria. […] Así se disolvió de repente la armada vascongada, no por naufragio ni por combate, sino por decisión del jefe […] cuando manifiestamente las fuerzas enemigas se hallaban quebrantadas, y los vascongados, entonces poderosos, no tenían que temer ningún ataque de armadas francesas o portuguesas”.

Y es que el motivo de la “vocación” marinera de los vascos era, más que nada, la pura necesidad: “…pues todos los vascongados y guipuzcoanos viven en tierras pobres en frutos, y las más de las veces han de traer el trigo por mar de Francia, a la sazón su enemiga, porque el territorio alavés solo puede exportar cebada”. En una tierra agrícolamente pobre, la única solución era buscarse el sustento en el mar, bien mediante la pesca, el comercio o la guerra.

El trigo lo importaban tradicionalmente de Francia, gran productora, pero la guerra hace que pierdan esa fuente de suministros y deban recurrir a la importación de Castilla, algo que resultó muy problemático, y no solo por la menor producción de esta: “…obtenido de la Reina el correspondiente permiso, les concedió a los mercaderes, a cambio de dinero, sacar trigo del reino, convirtiendo así en escasez la abundancia de mantenimientos. Esto, a pesar de las quejas de los sevillanos […] Además, a los vascongados […] no se les concedían mantenimientos […] de modo que parecía que la Reina había olvidado el valor de aquellas gentes y la penuria a que se habían condenado cuando, por obedecer en todo a la Real Majestad, habían pospuesto la antigua facilidad de procurarse víveres de la vecina Francia y hecho con las nuevas necesidades más amarga la esterilidad de la tierra al dejar los mantenimientos ciertos por los eventuales. Tales eran las quejas de los vascongados y análogas las de los sevillanos”.

Pactos entre naciones

“[...] llegando descaradamente hasta a exigir derechos a los fieles vascongados por la licencia de llevar los mantenimientos comprados a su tierra […] Era urgentísima la expedición, y así alistaron en Sanlúcar de Barrameda tres naves repletas de trigo […] Así que se dio a la vela, cinco naves y multitud de carabelas, tripuladas por marineros portugueses y franceses, les dieron caza […] Concluido el combate, los vencedores dejaron en libertad a los vascongados, con arreglo a los pactos concertados entre las dos naciones que prohíben hacer prisioneros en los combates del mar”.

El aspecto que llama más la atención en este párrafo es que los portugueses “dejaron en libertad a los vascos con arreglo a los pactos concertados entre las dos naciones, que prohíben hacer prisioneros en los combates del mar”. Y Palencia repite lo mismo en su cuarta Década, tras el enfrentamiento entre dos armadas de Castilla y Portugal dedicadas al tráfico de esclavos en Guinea. En realidad, este tipo de pactos era algo lógico. Ambos pueblos, volcados en el mar, desempeñaban un papel fundamental en el comercio marítimo de Europa. Aunque se oye hablar mucho de la Liga Hanseática y de otras organizaciones similares, la verdad es que su tráfico era básicamente local –dentro de su propia área– y de cabotaje. Eran los marinos vascos y portugueses los que unían todos esos territorios viajando al Báltico, a Irlanda, a África, por el Mediterráneo e incluso a Islandia. Y serían ellos quienes no tardarían en protagonizar la Era de los Descubrimientos. Por eso tenían que buscar soluciones para que los periódicos conflictos y alianzas entre sus señores no destruyeran su medio de vida.

El que hasta hace poco era el pecio más antiguo del Reino Unido, descubierto en New Port (Gales) es un navío vasco. Y el único encontrado anterior es un pequeño barco de cabotaje que comerciaba entre las propias islas.

Alonso de Palencia, en resumen, nos trasmite la imagen de un pueblo con características culturales propias, bien definidas y reconocidas por los demás, y con sus propias formas de organización política. Unas formas adaptadas a la realidad en que vivían, y que incluso les permitían llegar a acuerdos y pactos con otros pueblos, al margen de reyes y señores.