Atravesadas las tierras blancas de la Toscana, donde Bernal evidenció que la tierra es para los que la trabajan, una vez desempolvados los hombros del Giro, a Soler, la carrera se le rompió en una caída. La carretera siempre tiene abiertas las fauces. Devora voluntades. La de Soler se quedó en la celda de los lamentos. El catalán, que se dañó el costado izquierdo, tuvo que abandonar. De Marchi, Dowsett, Mäder, Masnada y Goosens también se descolgaron del Giro. Ninguno de ellos pudo serenar el ánimo en Bagno di Romagna, donde el agua es fuente de riqueza. Oro puro. En la carretera, la lluvia no concede crédito. Solo reparte miedo, inquietud y desasosiego. Con el sol pudiente de Siena, con el fuelle del calor animoso, partieron Bouchard, Vendrame, De Bondt, Ravanelli, Tesfatsion, Visconti, Edet, Honoré, Albanese, Petilli, Niv, Bennett, Hamilton, Campenaerts, Brambilla y Ulissi.

El Ineos, el carruaje que conduce Bernal, dejó hacer. Su carrera es otra y se debate en la azotea del barrio noble, en las terrazas de las montañas que aguardan con los puños cerrados y el ceño fruncido. Zoncolan, una mole, un peso pesado, espera este sábado. No conviene el derroche en días de transición. Solo Nibali, inconformista, rascó algunos segundos tras jugarse el pellejo en el último descenso. El líder y el resto de favoritos, todos en el mismo fotograma, observaron a Nibali con admiración pero sin preocupación. En el Giro de las escapadas, la muchachada de Bernal selló el salvoconducto de los aventureros. Se quedaron pasmados. De la agitación y el frenesí del sterrato a la excursión silbante. La fuga apiló una ventaja grosera ante la pasividad de los mayordomos de Bernal. De esa dejadez sacó la mejor sonrisa Andrea Vendrame, vencedor en Bagno di Romagna. El italiano chapoteó de felicidad.

La sensación que produce el agua caliente de unas termas no casa demasiado con la lluvia, siempre puñetera para los ciclistas. Cuando se mojó el asfalto la precaución ganó enteros en el parqué bursátil de un trazado cheposo, dentado, ideal para la fuga y perfecto para el pelotón, pastoreado el rebaño por los mastines del Ineos, serenos y amigables. Con los colmillos escondidos. Dientes de leche. Nada que ver con el aspecto amenazante del día anterior. Cuando salía el sol, se extendía el ambiente de sobremesa, charla y bromas. El mandato de los británicos no molestaba a nadie. Todos estaban de acuerdo con la propuesta. Se trataba de reponer fuerzas y de recuperar el aliento que expiró en los caminos de tierra y que a tantos dejó hechos polvo. El paseo del pelotón mostró su querencia por ocupar el ancho de la calzada para evidenciar que aquello era puro relajo y sosiego, una andadura de chancleta y abstracción.

Las aguas termales eran el reclamo ideal para una marcha cicloturista. Solo faltaba el carril bici en el tránsito del gran grupo, pendiente del paisaje y del fondo de armario, de cambiarse de ropa según dictaba el cielo. Caprichoso, el tiempo decidía aguarles o secarles. Ese era el mayor engorro para el pelotón, los claroscuros del cielo. En la fuga, cayeron las hojas de los dorsales más débiles porque la etapa era la segunda más larga del Giro y su perfil aserrado, 3.700 metros de desnivel acumulado, agarraba las piernas. A todos no les sentó igual el kilometraje. En Passo del Carnaio, resistían Albanese, G. Bennett, Brambilla, De Bondt, Edet, Hamilton, Honoré, Ravanelli, Vendrame y Visconti. Allí prendió todo. Brambilla y Bennett discutieron con los hombros en la ascensión. Vendrame, sigiloso, fuera de plano, tomó unos palmos de ventaja. Las migas de su anunciación.

NIBALI NO SE RINDE

La ley de la gravedad empujaba a Vendrame contra los ojos de Bennett, Hamilton y Brambilla, que no necesitaban prismáticos para perfilar el cansino ritmo de Vendrame. Hamilton suturó el hueco. El cuarteto se unificó. Compartían habitación con vistas a la vía victoria. Brambilla cargó de nuevo con ira, pero no pudo desmontar el entramado. En el retrovisor, Ciccone, derrotado en la tierra de la Toscana, quiso resucitar entre los jerarcas. Abandonar la sepultura. Bernal enarcó una ceja mientras asistía al intento de redención de Ciccone y Nibali, sumado a la revuelta. El líder se presentó con dos palmadas, como el dueño de una casa que encienden las luces aplaudiendo. Esa es la facilidad con la que se maneja el colombiano en el Giro, que dio por bueno el descenso suicida de Nibali para que el siciliano agarrara un manojo de segundos.

Brambilla, Hamilton, Vendrame y Bennett iniciaron el baile de las miradas aviesas, del tira tú que a mí me da la risa, el preludio nervioso que antecede a los momentos decisivos. En ese juego diabólico, donde manda la fuerza, pero también la intuición, Vendrame y Hamilton se despegaron de Brambilla y Bennett, deshinchados. El italiano y el australiano soltaron las piernas y los cabos que les unían a Brambilla y Bennett. Vendrame se comía el aire. No tenía miedo de que el viento le partiera la cara. Hamilton se agrupó en su carenado. Tácticamente, el australiano cumplió punto por punto con lo que se supone en el esprint.

El manual concede ventaja al refugiado, al que ahorra más energía. Pero en un vis a vis, Vendrame, que recorrió los últimos metros girando el cuello para situar al australiano, fue más fuerte. El italiano aceleró y Hamilton se descascarilló, impotente ante el empuje de Vendrame. Liberado del laboro, se ganó el descanso en las aguas termales de Bagno di Romagna. Se cuenta que en 1412, en una iglesia de la localidad se produjo un "milagro eucarístico". El vino se convirtió en sangre durante una misa. El de Vendrame fue un milagro pagano. Convirtió el trabajo en oro. El bautismo en Bagno di Romagna.