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NADA resiste el efecto tractor que genera el oropel, la púrpura y los trofeos, ni tan siquiera la sarcástica, escéptica y vieja Italia, dispuesta a combatir su credo futbolístico para mejorar su porvenir aunque para ello deba traicionar su árbol genealógico. Ocurre que el impacto de la selección española en el Mundial de Sudáfrica, en el que, sobre todo, coronó una forma de entender el juego, está sacudiendo el armazón de varios combinados nacionales, abiertos a seguir la huella del conjunto de Del Bosque, cuya partitura sinfónica quedará instalada en el imaginario colectivo como en su día se fijó en los paladares más exigentes el maravilloso brío de la melenuda, patilluda y setentera Holanda, que creció al rebufo del esplendor del Brasil del jogo bonito. El linaje del fútbol entendido como atrevimiento, inspirado en una escenografía coral de espíritu gremial, encontró en España a su embajador más perfeccionado y disciplinado. Nadie jugó tan bien y con tanto convencimiento en su ideario y por eso su cumbre ha fortalecido un esquema que se aleja del resultadismo como único principio y fin. Importa el cómo, el fútbol como alimento del espectáculo y el divertimento.

Corría hasta no hace tanto tiempo el fútbol por la cicatería, la pizarra, la halterofilia y el agonismo como elemento aglutinador. En ese juego áspero en el que las jugadas de estrategia, el balón parado, se exponía en el escaparate como una joya de indudable valor, se intuía el triunfo, sostenido por el ventajista y demagógico debate entre el buen juego y el buen resultado, como si no existiera el pegamento que uniera ambos términos. De aquel tiempo de fútbol oscuro, un punto tenebroso, en el que el talento era un punto de fricción y sospecha, fue el triunfo griego en la Eurocopa a base de saques de esquina y faltas laterales, el Brasil de la fantasía capada por el europeísmo, que tuvo recorrido desde 1994 -venció el Mundial a penaltis- mientras le sostuvo la vitrina; el Mundial de Italia, con una visión reduccionista y fantasmagórica del juego. El resultado, el terror a la derrota, sostenía el entramado del miedo de las grandes citas, cada vez más indigestas.

También en Sudáfrica, hasta la aparición de los equipos "frescos como España o Alemania", como definía Xabier Azkargorta. Se impuso el fútbol sobre el matonismo de algunas selecciones -Cruyff se avergonzó de las patadas de Holanda en la final, que más que contra los jugadores españolas atentaron contra el decoro y el alma del fútbol-. El juego combinativo de españoles y alemanes -la tropa de Low viró la propuesta de Alemania tras caer en la final de la Eurocopa de 2008 ante España- se elevó sobre el individualismo -el fracaso de Cristiano Ronaldo, Messi o Rooney fue estruendoso- así como sobre el planteamiento huraño de Brasil, obstinado en mantener el dibujo táctico y la contra como argumento principal. Apartado de la dirección de Brasil el sargento Dunga, al que lo único que le sostenía al frente de la canarinha era el marcador -sin triunfos el juego aburrido y de trinchera es insoportable- la pentacampeona ha decidido recuperar la autoestima desde el genoma del jogo bonito. Mutada Alemania, en proceso del retorno a los orígenes Brasil, y con Italia presta a trasvestir su heráldica, el fútbol se dispone a vivir un nuevo orden mundial.