LA solemnidad otorgada por las cámaras legislativas francesas a la incorporación del derecho al aborto en su texto constitucional se asocia a la tradición de laicidad y el consenso político -desde la extrema izquierda a la extrema derecha- en torno a ella. Con independencia de que esa tradición no evite el riesgo de sustituir una moralidad religiosa -incluso mayoritaria- por su equivalente laica, que pudiera acabar igualmente impuesta al conjunto de una sociedad, lo cierto es que el marco sociopolítico global se mueve en otro ámbito. En la semana en la que recordaremos los derechos de la mujer y compartiremos sus reivindicaciones por una igualdad real, es oportuno recordar que persisten formas de represión de esos derechos que parten de la consideración paternalista y de supeditación de la mujer en todos los continentes. La tradición y la moral que la acompaña opera en contra de las mujeres de modo trágico. Las violaciones grupales son una lacra persistente en zonas del subcontinente indio, la desigualdad legal está establecida a nuestras puertas -en Marruecos hay una reacción islamista contra la ley de igualdad de género en las herencias-, los matrimonios concertados de menores siguen vigentes y la legislación sobre el aborto es una quimera en muchos países y un objetivo a batir por parte del nuevo pensamiento ultraconservador allí donde está vigente -Argentina, Italia, Estados Unidos-. La violencia contra las mujeres es nuestra propia asignatura pendiente en sociedades que nos calificamos de avanzadas y un gesto como el de dar blindaje constitucional al derecho de la mujer a decidir si desea o no crear vida no puede analizarse de espaldas a esa realidad. No cabe dar por seguras las conquistas sociales del último medio siglo -el Tribunal Supremo de EE.UU. revertió hace año y medio su doctrina en materia de interrupción del embarazo dejándola sin cobertura en el conjunto de la Unión- ni normalizar la criminalización de las mujeres que opten por no llevar a término un embarazo. Se puede ser favorable o contrario a esa práctica por principios morales o religiosos muy respetables pero el derecho debe ser garantista de la libre decisión y no someterse a esos criterios, por representativos que sean. No se construye una ética superior obligando a satisfacer convicciones ajenas, por legítimas que puedan ser.