Siempre hubo un pero para Mikel Goñi. Ese fue el problema. “Es un buen chaval, pero?”, dicen los que le conocen. “Era un crack, lo tenía todo para ser el mejor y marcar una época, pero?”, concluyen los que disfrutaron de su juego y compartieron vestuario. Mikel Goñi, que todo lo puedo ser, llamado a marcar un época, a ser uno de los más grandes, se quedó en un pero. Su historia, repleta de fogonazos hipnóticos y numerosos puntos oscuros, concentra los avatares de un pelotari que trascendió más allá del frontón, que se elevó por encima del frontis. Mikel Goñi fue un personaje. Excesivo, primitivo, lenguaraz, volcánico, exquisito, bromista, infantil, arrollador? todo eso y más fue el navarro nacido en Oronoz-Mugaire el 25 de abril de 1977. ¿Niño o niña? Pelotari. Porque el personaje que después devoró al hombre, el que se alimentó de los sus sueños de campeón, creció agarrado a una pelota. Nunca la soltará. El pelotari, dicen, siempre lo es, y él pudo ser uno de los más grandes.

Poseedor de una zurda atómica, de una derecha que hacía más corto el frontón, de la imaginación propia de los inventores y de los genios, Mikel Goñi disfrutaba además de un intangible, un carisma inigualable que le hizo único. Probablemente solo el charme y el glamur de José María Palacios Ogueta se le podía igualar. Goñi era un imán para el público, foco de ilusiones, sex symbol, y la gallina de los huevos de oro para la empresa. Era colgar su nombre en la cartelera y una legión de seguidores, hombres y mujeres, indistintamente, se arremolinaba en las gradas. Genio y figura, con un profundo sentido del espectáculo arraigado en su juego y en su comportamiento sobre la cancha, Mikel Goñi fue el pelotari que todos querían ser. En él convivían el talento natural, descomunal, como su espalda de coloso, y el rock&roll star que se agarra a la madrugada después de cada actuación. Al día le derrotó la noche. Sus demonios nunca le dejaron en paz.

Mikel Goñi fue una estrella de la pelota desde siempre. No se le conoció otro estatus. En aficionados, se le recuerda aún metiendo tres rebotes en el Labrit cuando apenas era un juvenil. Algo inaccesible al resto. Tocado por la magia de los elegidos, todos los torneos querían contar con su adictiva presencia. Su caché se disparó en aquella época en la que aún no tenía carné de conducir y le acercaban a los frontones en coche. Recibido como la próxima esperanza blanca, Goñi encarnó al hombre libre e indomable que dicta sus propias normas. Da igual en qué coche llegara, pero existía tal devoción por él que uno se lo puede imaginar bajando de una limusina como si Frank Sinatra jugara a pelota. Nadie se le podía comparar en aficionados.

El delantero de Oronoz-Mugaire debutó el 17 de febrero de 1996 en el Beotibar de Tolosa de la mano de Asegarce. Con el nombre de Goñi II y un vendaval de expectativas irrumpió en el profesionalismo. El delantero era el unicornio azul de la especialidad. Singular, alucinante, espectacular y atractivo. Sus partidos eran un acontecimiento y sus emolumentos, equiparados al de las grandes estrellas, le convirtieron en el chico de oro. Mikel Goñi, con toda su carga emocional, encarnaba las virtudes y los defectos de la sociedad. Tal vez por eso enganchó a tantos a su juego de rompe y rasga, de besagain y gancho, de ovación y bronca. En los frontones, que no dejan de ser un representación en la que uno no puede escaparse, -el frontis, la pared izquierda y el rebote forman junto con el graderío una jaula sin escapatoria-, Mikel Goñi era la impetuosa ave del paraíso.

Grande y forzudo como un Goliat, hábil y certero como un David, la pelota fue su arma de ataque porque nunca le gustó vivir defendiéndose. Ciclotímico, ángel y diablo, el frontón fue su refugio, el hogar para reponerse de sus peores días, y el disparadero para los noches largas y revoltosas que se le acumularon. Las bajadas a los infiernos fueron una constante que le impidieron rendir y explotar su potencial. Su currículo fue demasiado extenso y se acumulan los expedientes. En esa ambivalencia se desarrolló un pelotari al que amaba la afición, colgada de una zurda tan capaz de demoler el frontis con un besagain supersónico, como de trazar ángulos imposibles con el gancho y acariciar la pelota con la ternura con la que las madres sostienen la cabeza de sus bebés para dejar caer una dejada. La gente enloquecía con Mikel Goñi, siempre impulsivo, incluso cuando juraba y gritaba su rabia. Era la otra parte del genio atormentado. Con eso convivía Mikel Goñi en su días de frontón y en sus noches sin ocaso en las que se evaporaban sus cuantiosas ganancias. Su catálogo como pelotari era escandaloso, un torrente de fuerza y creatividad. También su cúmulo de desaciertos fuera de las canchas. Su espiral autodestructiva le condenó.

Un par de hitos En su camino, Mikel Goñi, más frágil por dentro de lo que expresaba su cuerpo de forzudo, iluminó la mirada de muchos que se acercaban a sus partidos con la ilusión con la que los niños estampan sus narices ante una tienda de chucherías. Campeón sin txapelas, errático en muchos partidos, a los aficionados les bastaba con un par de tantos antológicos para comentarlos durante años. Cuando no hacía tanto y el partido iba por el lado del hombre furioso, el recuerdo también alcanzaba para otros tantos años. Dr. Jekylll y Mr. Hyde, fue colosal, absolutamente maravillosa, una oda a la pelota, su duelo contra Rubén Beloki en el Ogueta de Gasteiz. En un mano a mano inolvidable, que reposa entre los incunables de la especialidad, el de Oronoz-Mugaire pudo con el zaguero de Burlata por 22-21 en lo que se recuerda como uno de los mejores partidos mano a mano de siempre. Aquella tarde de agosto de 2001 se detectó un temblor en el sismógrafo que mide las emociones, la épica y la grandeza. Mikel Goñi era el rey sin corona. Había derrotado al campeón del Manomanista en un duelo con el único premio de la ovación.

El delantero navarro era pura emoción, una cascada inagotable de recursos atacantes, y eso transmitía. Figura absoluta, con los más altos honorarios del cuadro, cobraba 3.000 euros por partido en sus años de gloria -aunque hay quien dice que llegaba a los 4.000 euros- a Goñi le penalizó la cabeza, su toma de decisiones equivocadas. Pelotari fronterizo, un outsider, caballo desbocado, Mikel Goñi fue apartado del Manomanista en mayo de 2002. Había llegado a las semifinales y era un claro candidato a la txapela, pero aquel viaje se truncó. Estampado contra un muro. En una rueda de prensa tumultuosa, Patxi Mutiloa, gerente de Aspe por aquel entonces, explicó que retiraban al manista de la competición “porque Mikel Goñi no ofrece en estos momentos las garantías de poder pasar el control antidopaje”. Fue la primera gran caída de Mikel Goñi, que decidió ingresar en un centro de rehabilitación de Hernani para combatir sus adicciones y sus demonios. El pelotari nunca le puso nombre a las sustancias que le impedían llevar a cabo un rendimiento acorde con sus condiciones y que se reflejaban en su día a día. A pesar de ello, su genio fue capaz de derrotar a Abel Barriola, que había barrido en la final del Manomanista a Rubén Beloki. Mikel Goñi se impuso por 22-20 en un mano a mano en la feria de San Mateo. Fue otro de sus hitos. Fuegos artificiales.

Sin embargo, su tendencia al sobrepeso, debido a su vida disoluta y escaso entrenamiento, era otro obstáculo para desarrollar su juego de fantasía, aquel que encandilaba tanto a los puristas como a los jóvenes prendados de aquella figura rebelde que revolucionó los frontones. En un deporte que ha evolucionado en los últimos años hacia pelotaris que son auténticos atletas, Mikel Goñi perdió la estela. Lejos de esos parámetros, el fulgurante delantero solo se hizo con un título, la txapela del Cuatro y Medio navarro frente a Carlos Armendariz. Derribado el orgullo el día que le arrancaron del Manomanista, la autopista por la que había circulado a toda velocidad se convirtió en un pedregal que le llevó en demasiados ocasiones al arcén. Aspe, la empresa que le acunó tantas veces confiada por su propósito de enmienda, le rescindió el contrato en más de un ocasión. Fernando Vidarte, su propietario, estaba cansado de los desajustes del pelotari.

La última oportunidad Sus dificultades para ingresar nuevamente en el selecto club de la élite de la pelota, situaron a Mikel Goñi como un personaje televisivo por su indudable capacidad de convocatoria. Fue un rostro familiar en ETB, que sabía del tirón del personaje, que provocaba una extraña atracción, esa fascinación propia de las biografías de los rebeldes y los chicos malos en busca de la redención. Fuera del circuito más selecto, Mikel Goñi continuó siendo el cabeza de cartel para promotoras menores. Incluso en ese circuito de segunda y tercera categoría, el delantero congregaba multitudes dispuestas a contemplar al delantero en su decadencia, con la esperanza de asistir a su resurrección. En un último acto de voluntarismo, Fernando Vidarte, que siempre tuvo una relación paterno filial con Goñi, rescató al pelotari en 2007. Le fichó de nuevo. El empresario quería otra vez a Goñi, una suerte de mesías. Su aparición en el Astelena de Eibar, en San Juan, una de las fechas marcadas en la ciudad armera, fue un acontecimiento. Se llenó el frontón para asistir al reencuentro con Mikel Goñi, un seductor. En el partido, de parejas, el delantero navarro trazó varias pinceladas de alta escuela. Sus tantos se celebraban como un gol en el último minuto de la prórroga. La grada se extasiaba en algo similar a un misa pagana celebrada por Goñi, sumo sacerdote del espectáculo.

Su reaparición disparó las expectativas, no solo entre los aficionados. El Gobierno vasco, con la agencia antidopaje al frente, rastreó al pelotari en un festival en Mungia. Pasó el control de orina. Limpio. Con el Cuatro y Medio resoplando en el horizonte, Mikel Goñi despachó a Iñaki Esain en el Astelena de Eibar y se midió después a Oinatz Bengoetxea en octavos de final. Fue un duelo sin retorno. El delantero de Leitza retrató a Mikel Goñi, que tuvo que ser atendido en los vestuarios por una lesión en la pierna. De nuevo en la cancha, restablecido, Goñi, absolutamente sobrepasado, cometió un error imperdonable para Aspe. Con la misma pierna que tenía dolorida pegó una patada al frontis. El público le afeó el gestó. Le abroncó. Eso le guillotinó. Tras caer con estrépito ante Bengoetxea VI, Fernando Vidarte, el hombre que le dio mil y una oportunidades, le apartó de las programaciones. Se le agotó la paciencia.

Reapareció brevemente en las canchas, pero se le había apagado la luz, su brillo cegador. A partir de 2009, de Mikel Goñi nunca más se supo en los frontones con relumbrón, pero sí en el circuito alternativo que siempre acudió a su reclamo. Mientras menguó en los frontones, su figura creció en los platós de televisión, convertido en una luminaria de El conquistador del fin del mundo, el programa con más éxito de ETB. Tras varias temporadas en la tele, los focos desaparecieron de su vida hasta que saltó a la primera plana por un juicio en el que se le acusaba de detención ilegal y otros delitos en un asunto de drogas. El martes se supo la sentencia: ocho años y tres meses. A los cuarenta años, Mikel Goñi se enfrenta a la prisión. El peor final posible para el pelotari que pudo reinar.