SI uno uno revisita 'Cien años de soledad' o 'Las uvas de la ira' comprobará que, en efecto, Aureliano Buendía sí libró 32 guerras civiles y sí tuvo 17 hijos con 17 mujeres diferentes, y que Tom Joad sí golpeó mortalmente a un mal tipo que negaba a los 'okies' el derecho al trabajo en la California de la Gran Depresión. Así fue y ya nadie lo puede cambiar, ni siquiera García Márquez o Steinbeck si vivieran y les diera por ahí: sus obras cumbre y sus protagonistas son inmutables, eternos. En cambio, si uno repasa el palmarés del Tour de Francia verá que Lance Armstrong no lo ganó y, por tanto, no partió hacia la Luna en Futuroscope 1999, no persiguió hambriento a Javi Otxoa en Hautacam 2000, no chocó los cinco a Laiseka en Luz-Ardiden 2001, no atajó campo a través camino de Gap 2003 con todo ya perdido para Beloki, no tiró una vez y casi otra a Mayo en aquella épica edición del Centenario, no se mofó en plan macarra del 'pentito' Simeoni, no dobló a Ullrich en su último cara a cara... Armstrong no ganó en 2005, hace ahora 15 años, su séptimo Tour, ni puso desde el podio de París un 'The End' apoteósico a la historia más increíble, más inspiradora, más controvertida y más cinematográfica que ha producido el deporte mundial en el siglo XXI. Porque Armstrong no existió. El ciclismo, el deporte que mejor combina belleza, tragedia, drama, heroísmo, traición, fraternidad y engaño, tachó de un plumazo al protagonista más célebre de su obra más universal, el Tour, una vez destapada y documentada la farsa. Borraron las victorias del texano, tanto las hermosas como las humillantes, y todo vestigio clasificatorio, pero no los recuerdos (los buenos y los malos) que en nuestras mentes cinceló un personaje irrepetible durante siete años frenéticos.

Ocurrió con Armstrong durante años como ha ocurrido con Dios durante siglos: por muchos esfuerzos que uno hiciera por creer en Él, su historia era demasiado bonita y su final demasiado feliz (la inmortalidad deportiva) para ser ciertos. Tras caer a los infiernos en 1998 con el 'caso Festina', al Tour y al ciclismo se les apareció, oh milagro, un superviviente del cáncer que arrasaba en las cronos y volaba cuesta arriba. Si a la ya de por sí conmovedora historia se le añadía el hecho de que su protagonista era genuinamente americano, aquello era el maná para un deporte y una carrera necesitados de ensanchar fronteras televisivas y comerciales. Nadie mejor que él, Armstrong, el renacido, para pasar la página de la EPO, sustancia cuya popularidad en el pelotón a comienzos de los 90 fue calificada de "pandemia" por el propio texano.

La sospecha siempre acompañó a Armstrong, pero los controles avalaban la legitimidad de su proeza y la autenticidad de su relato. Y si algún test chirriaba, se silenciaba con aceite burocrático. Ante la belleza de su narrativa, millones de personas se entregaron a la suspensión de la incredulidad, mecanismo cognitivo que permite al ser humano sumergirse en una película o en un libro y así poder reír, llorar, amar u odiar. Sin esa inmersión mental no podríamos disfrutar, por ejemplo, de 'Matrix', pues nos tiraríamos sus 131 minutos diciéndonos que 'Neo' no es 'El Elegido' sino un actor nacido en Beirut y llamado Keanu Reeves que años antes había pilotado un autobús escolar descontrolado. Con Armstrong, llegamos a ver normal que los 9 ciclistas de su equipo cruzaran silbando y a toda pastilla los Grandes Alpes. Tampoco vimos nada malicioso en el hecho de que un clasicómano de 1,90, Hincapie, su lugarteniente, ganara en 2005 la etapa reina de los Pirineos (Portet d'Aspet, Menté, Portillon, Peyresourde, Val Louron y Pla d'Adet) abanicado por miles de ikurriñas en las cunetas naranjas de Saint-Lary.

"Y al séptimo descansó". Así titulé mi columna en Deia el 25 de julio de 2005. Ni original, ni premonitorio. Con independencia de lo que más tarde vendría (su confesión y la de casi todos sus compañeros), Armstrong pudo haber puesto fin a su carrera de un modo grandioso: dando su última pedalada de amarillo en unos Campos Elíseos engalanados de barras y estrellas para su séptima coronación. No lo hizo. Su ambición, cohete de sus conquistas, le propulsó hacia una secuela innecesaria. Lo relata él mismo en 'Lance', estrenado en mayo por la ESPN. "¿Sastre? ¿Ha ganado el Tour Carlos Sastre? Si él lo ha ganado, yo puedo volver a hacerlo". Este documental, disponible en Netflix, ofrece la cara más siniestra de Armstrong (su obsesión por el éxito y el dinero, su desprecio hacia casi todos sus rivales, su odio a Landis), pero también su vertiente más honesta (reconoce sin paños calientes que se dopó, que mintió y que estafó a todo el mundo) y su faceta más humana (su entrañable visita a un Ullrich enfermo, su profundo arrepentimiento por usar durante años el cáncer y a su comunidad como coartada de su pretendida inocencia). También nos permite la cinta asomarnos por una rendija a la terrible infancia de Lance, abandonado por su padre biológico y manipulado emocionalmente por su padrastro en un entorno familiar muy poco idílico. Un episodio traumático que no justifica su gran mentira, pero contribuye a explicarla y ayuda a comprenderla.

* Unai Larrea fue redactor de ciclismo de DEIA entre 1999 y 2006, y es en la actualidad jefe de Prensa y Comunicación de EAJ-PNV