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EL campo de La Meinau de Estrasburgo era un barrizal. El balón parecía un objeto incontrolable, pero el brasileño Léonidas Da Silva tenía claro que debía estar cómodo para hacer lo que mejor sabía: marcar goles. El rival de aquella selección canarinha era Polonia en los octavos de final del Mundial de 1934, disputado en Italia, al que Brasil había acudido con el objetivo de lograr el título con una selección plagada de jugones. Ni corto ni perezoso, el delantero carioca se descalzó, siguió jugando y así, sin que el árbitro se diera cuenta, marcó el segundo gol de su equipo, el primero de los cuatro que El Diamante Negro logró aquel día en el mayor espectáculo goleador de la historia del Mundial de fútbol.
A nadie extrañó aquella exhibición porque Leónidas es considerado el primer gran artista del fútbol brasileño. A él no le resultaba extraño jugar con los pies desnudos porque las playas de Río de Janeiro, su ciudad natal, habían pulido las condiciones técnicas de un delantero habilidoso y letal. A él, apodado también El Hombre de Goma, se atribuye la invención de la chilena y de otra serie de acrobáticos remates desde el suelo o en el aire que le convirtieron en un jugador espectacular para el disfrute de aquellos que, en unos tiempos en los que aún no existía la televisión, podían verle en vivo. Una leyenda refiere que durante un amistoso ante Portugal logró un gol de chilena y los jugadores lusos pidieron su anulación porque "no se puede rematar de espaldas a la portería". El árbitro, lógicamente, no atendió las peticiones de los asombrados jugadores portugueses.
"Fue Pelé hasta la aparición de Pelé", aseguran los que vieron a Léonidas, el heredero de Arthur Friendenreich, máximo goleador de la historia que marcó más de 1.300 goles cuando el fútbol aún no era profesional. Leónidas poseía "la fantasía, la infantilidad, la capacidad de improvisación y la sensualidad de un crack brasileño". Su carrera transcurrió en sus inicios en los equipos de Río, salvo una estancia de una temporada en el Peñarol de Montevideo. Vasco da Gama, Botafogo, Flamengo y finalmente el Mengao le vieron marcar un promedio de casi un gol por partido. En el Flamengo protagonizó un hecho sin precedentes en el fútbol brasileño, ya que era el único jugador negro de la plantilla.
En 1942 se marchó al Sao Paulo donde debutó ante más de 70.000 espectadores. Permaneció en el club paulista hasta 1951 para convertirse en una leyenda: 215 partidos y 140 goles. Una estatua suya rematando de chilena luce a la entrada del Museo del club paulista, en el que Léonidas también ejerció como entrenador.
24 goles en 24 partidos Sin embargo, El Diamante Negro aportó al fútbol brasileño mucho más que los 24 tantos que anotó en 24 partidos con la seleçao, lo que le llevó a ser elegido el mejor delantero centro brasileño del siglo XX por delante de gente como Ademir, Tostao y Vavá. Hay incluso quien le incluye en el grupo de mejores jugadores de la historia. Pero Leónidas se perdió lo mejor. Pese a que marcó ocho goles y se proclamó máximo goleador, su seleccionador, en una torpeza que pasó a la historia, le dejó fuera de la semifinal del Mundial de 1938 para darle descanso frente a Italia, pensando que la squadra azurra era un equipo asequible. Sin embargo, los italianos se llevaron la victoria y dejaron a Leónidas sin la final que nunca pudo jugar. Poco después la Segunda Guerra Mundial puso el fútbol en barbecho y engulló los mejores años de la carrera de un jugador al que sus características físicas y técnicas hacían prever que podría haber alcanzado cotas inimaginables.
Retirado con 37 años, Léonidas da Silva se implicó también en la lucha por la profesionalización y los derechos de los jugadores antes de prolongar su magisterio, primero, en los banquillos, y, luego, a través de los medios de comunicación, donde tenía fama de directo y polémico. Su trascendencia abarcó toda América como demuestra el hecho de que los famosos bombones Leónidas se llamaran así por él. Como ha ocurrido con muchos futbolistas del pasado, Léonidas cayó en el olvido de sus compatriotas y acabó sus días a los 90 años en un asilo con la única compañía de su mujer y vencido por el Alzheimer.