"¿Qué tal vamos Álvaro?"
6.000 cicloturistas pueblan la mañana vizcaina durante la Bilbao-Bilbao, la fiesta de la bicicleta
bilbao. Con la persiana del día aún echada, las calles sin abrir, los antros sin cerrar, se rozan dos miradas en la estrechez de un callejón que atufa de orín el olfato. Ambas piensas: "¡Qué pinta!". Y se separan. Una corre hacia la cama, el mejor camino, antes de que prenda el día; la otra, apresura el paso. Llega tarde. Está desértica la calle Ledesma cuando irrumpe la mirada legañosa. Vuelve a barruntar: "Se han ido, mierda". Así que llama. Un tono, dos, tres... "¿Sí? No, no, espera. Bajamos". Y bajan al poco. Primero Álvaro, un chico de 15 años que corre por primera vez la Bilbao-Bilbao, la fiesta del cicloturismo vizcaino creada a ese efecto en 1988, a la que le ha empujado su padre, Jorge, que llega un par de minutos después gritando enérgico algo sobre la demora, que atribuye las costumbres de las mujeres. "Se me están pegando", dice. "Un día me dijo aita a ver si me animaba a correr", explica Álvaro, "y bueno, aquí estoy, sin apenas prepararme. No suelo andar mucho, sólo cuando estoy en el pueblo, en verano".
Pero es puro invierno. Gélido el aire, opaco el cielo que tiñe de un gris deprimente la mañana bilbaina. "¿Sabes que es lo más grande de todo esto del cicloturismo? El hecho de que seamos capaces de convivir en un mismo grupo de gente que se junta para andar en bicicleta, personas tan diversas en su vida cotidiana. En nuestro grupo hay de todo, jóvenes y más mayores, trabajadores de esto y de aquello", reflexiona Jorge en el callejeo por la ciudad atronadoramente muda hasta la puerta de La Bicicleta, la tienda de Iñaki. Allí aguardan todos. Y juntos parten hacia el Puente de Deusto, ufanos, entre ellos Pi, "justo hoy un año más mayor que el pasado", colgando una botella de champaña en el bolsillo del maillot para celebrar a morro su cumpleaños.
"¿Que tal vamos Álvaro?", le preguntan al chico apenas ensambla las zapatillas a los pedales.
"Bien", responde.
Hay un silencio insondable, provocado por el sueño seguramente, en la entrada del Centro Comercial Zubiarte cuando el marcador corre con paso calmo hacia las 8.30 horas y se apelotonan los voluntariosos para subirse al tren del tercer turno de salida de la Bilbao-Bilbao -desde las 8.00 horas partieron tandas cada 15 minutos para facilitar el tráfico-. Llega el momento y hay un pequeño conato de euforia. Unos gritos que desatornillan la impaciencia. Suenan los tacos como un redoble de tambores. Salen.
Silba el carbono en el desfile mudo por el laberinto de calles hasta desembocar en la carretera que corre paralela a la Ría hasta Getxo.
"¿Qué tal vamos Álvaro?".
"Bien".
Hay un cambio desajustado que hace gemir a una cadena, que duda entre dos piñones. Sucede en un repecho coronado por una ermita en Barrika y hace perder el paso al cicloturista. "Éste se ajusta sólo", apunta Iñaki, que muestra el cambio electrónico que Shimano comercializa desde hace meses después de probarlo con éxito entre los profesionales y ver que su rendimiento es pleno, "nada que ver con aquello que sacó Mavic hace quince años". Es deliciosa la suavidad con la que cambia el chisme, que roza los 3.000 euros de coste con todo el grupo incluido. "Y es preciso. Se ajusta sólo cuando, por ejemplo, la cadena roza el desviador. Tampoco hay problema con la batería. Dura horas y horas y se recarga en apenas 60 minutos. Yo estoy encantado y algunos de los clientes que lo llevan, también. Esto es el futuro".
La mañana ha remado hasta Plentzia y trepa cuesta arriba hacia Andraka. Ya no hace frío. La tela oprime. Sobra ropa.
"¿Qué tal vamos Álvaro?".
"Bien".
Pero se impacienta el chico. "Pedalea como Armstrong, con molinillo", le piropean. Y sonríe. Ahora quisiera ir más rápido, no a la marcheta del grupo, sino a la estela de los que remontan veloces por la izquierda por la serpenteante carretera de Unbe, a veces tan temerosos que despiertan el recelo de los más pausados, que les gritan increpantes recordándoles que "esto es cicloturismo, cicloturismo". "Es que", reflexiona alguien entre jadeos, "se ha perdido la verdadera esencia de todo esto. No quiero que se piense que critico lo demás, cada cuál sabrá lo que tiene que hacer, pero creo que el verdadero cicloturismo tiene que ver más con disfrutar del entorno, hablar o conocer gente, que con la velocidad". Es una opinión. También hay quien ha descubierto, con 50 años, con los que sea, el atractivo de la competición, la incertidumbre de las carreras... Son los master otra estirpe de cicloturistas, competitivos.
El avituallamiento, de todas maneras, los iguala a todos. Hay que echar pie a tierra, caminar entre el tumulto y volver a arrancar.
"¿Qué tal vamos Álvaro?"
"Bien".
Un cruce en Mungia se ha convertido en un cuadrilátero. El intercambio de golpes es verbal. Sacude violento un conductor hastiado de esperar viendo pasar ciclistas por delante de su parabrisas. "Esto confirma que en Bizkaia no estamos preparados para este tipo de cosas", dice Iván. "Nos falta... No sé cómo llamarlo, pero en otros sitios no es igual. Te aseguro que mañana uno de los comentarios más extendidos en los bares va a ser el tiempo que perdieron en un cruce esperando a que pasen los malditos ciclistas", abunda. "Y puede que tengan razón, pero entonces la sociedad incurre en una contradicción espantosa. Me refiero a que por un lado nos escandalizamos de que los chavales, por ejemplo, estén todo el día jugando a la maquinita o haciendo botellón o cualquiera de esas cosas, pero, por otro, no ponemos los medios, como lo es la paciencia, para evitar que eso suceda", conviene Jorge al pie de Morga, el último escollo que se afronta con las piernas llenitas de cansancio.
"¿Qué tal vamos Álvaro?"
Y el chaval, aplacado el nervio de la juventud, ya no responde. Está fundido. Su padre le cede un sobrecito de gel recuperador que le sostiene hasta Bilbao, donde resopla satisfecho.
"¿Qué tal Álvaro?", le preguntan entonces por última vez.
"Bien", responde de nuevo, "pero la próxima vez tendré que prepararme algo mejor".