LA proyección de la película de Fernando Franco, La consagración de la primavera en la jornada del miércoles puso punto final a la presencia del cine español en la Sección Oficial de la 70 edición del Zinemaldia. Por primera vez en los últimos 40 años, todas las películas españolas a concurso evidencian una calidad media notable en lo que puede ser un año extraordinariamente dulce para nuestra cinematografía.

Además de los filmes ya comentados de Rosales, Palomero, Gurrea y Franco; recordemos cómo Alberto Rodríguez abrió el festival con una propuesta comercial empeñada en hacer equilibrios entre el espectáculo y la denuncia y que también se han visto en Donostia las últimas obras de Sorogoyen, probablemente el cineasta español con más recursos y ritmo de cuantos están en activo en este momento, la singular y rotunda en su humildad Cerdita de Carlota Pereda y a un Isaki Lacuesta empeñado en imitar a algún maestro del cine coreano. El año que viene, el circo de los Goya ofrecerá un buen espectáculo y probablemente las decisiones de los premios obligarán a pensarlo mucho.

En cuanto a la jornada a concurso, además del sobrio y afilado hacer de Fernando Franco, se proyectó un descomunal y deforme thriller laboral portugués, Provisional figures de Marco Martins, y sufrimos un delirio de caballos blancos y cerebros secos titulado Los reyes del mundo de la realizadora Laura Mora.

Empecemos por la Primavera. Bien conocido y mejor recibido en el Zinemaldia, Fernando Franco une a su dimensión como director, una larga experiencia como editor. Más de medio centenar de proyectos se han cocinado bajo su mirada. Pero esa acción, la del montaje, la delega como en Morir, en su ya habitual colaborador Miguel Doblado. En este caso, Franco se centra en la dirección y coescribe junto a Begoña Arostegui, este amanecer de una joven estudiante que comienza su etapa universitaria en Madrid lejos de su hogar familiar en Granada.

El tono, el rigor y los estilemas que caracterizan el cine de Fernando Franco permanecen fieles a lo que ya se evidenció con La herida y Morir; es decir La consagración de la primavera se mece en la misma cuna. Esta gusta de transitar por terrenos incómodos, suya es la orografía de lo que pertenece al tabú o simplemente de “eso” que no queremos ver porque nos incomoda y nos compromete. Fernando Franco se mueve en un espacio estrecho, en un desfiladero que abre muchos miedos y deja en el aire preguntas de difícil respuesta.

En algún lugar entre Joven y bonita de François Ozon y Las sesiones de Ben Lewin (Premio del Público en el Zinemaldia de hace diez años), la decisión de Franco es completamente distinta y profundamente ética. Ni busca exhibir a una Lolita desinhibida, ni tampoco se engaña con las aristas desgarradoras de unos servicios sexuales donde el placer riega el deseo, sabedores de que con el deseo, en el deseo, el amor siempre está al acecho.

Además de la coherencia de hierro con la que Franco construye sus incursiones por los dolores del alma, el director aquí cuenta con un reparto que más que representar, vive una situación llena de matices. Así surge una “primavera” densa, poliédrica, tensa e intensa. En ella, Emma Suárez da aplomo y reparte el juego y sus jóvenes protagonistas, se dejan la piel y se mueven cómodos.

El cine de Fernando Franco no hace concesiones. La mayor de ella se encuentra en el cartel, en ese afiche blanco y floreado de la película, cuando en realidad su historia se mueve a media luz. De hecho algunos de sus personajes deberán vivir en el claroscuro o directamente sin luz.

Lejos de ese cine español banalizante, de padres, suegras y confusiones, y también lejos de ese otro, que se ensimisma en autorretratos que acaban por desgastar los espejos en los que se miran, Franco constituye un caso especial y casi único. Como lo es esta hermosa, frágil y compleja crónica sobre una niña que comienza a volar, que se inicia en el sexo y en el amor y que, lejos de casa, parece saber perfectamente lo que quiere hacer.

La mamá de los emigrantes

El proceso creativo de Marco Martins nace en el tema y se desarrolla en su contexto. Sus obras arrancan de una preocupación genérica, tiran de lo cartográfico para, a partir de allí, descender al terreno real.

Van de lo general, al primer plano y allí abrazan al sujeto. Así lo hizo en la temprana Alice, una película decisiva en su currículum y con la que hace ya 17 años, Martins salió de Cannes con la legitimación de que era un narrador con mucho futuro.

Hoy ha cumplido 51 años y Provisional figures le lleva hasta Norfork, en el año en el que el Brexit culminó su desenganche de Europa. Allí, en lo que en el pasado era un lugar de ocio y veraneo, cientos de migrantes buscan vivir (mejor) trabajando en lo que sea necesario. En esa Gran Bretaña, en ese mundo de la emigración portuguesa que, necesitada de trabajo asume cargar con las tareas que los ingleses no están dispuestos a hacer, se fijó Marco Martins cuando comenzó la gestación de Provisional figures.

Al comienzo del filme, por cierto, un arranque de enorme fuerza, equilibrada composición y singular belleza, se nos aclara que el título se les aplica a las personas inmigrantes en un país con carácter provisional. Sobre ellos se centra esta historia que, en realidad, gira en torno a una presencia femenina con nombre propio, Tânia (Beatriz Batarda). Casada con un hotelero británico, ella sueña con poder montar un hotel para jubilados pero se gana la vida como mediadora entre una empresa de procesados de carne de pavo y los trabajadores portugueses a los que se les está esquilmando. Les provee de hábitat y transporte que se lo descuenta del sueldo, de una nómina que reciben llevando a cabo un trabajo tan desagradable como peligroso y sangriento.

Martins filma las paredes de azulejos blancos teñidos de carmesí con evidente sentido estético. Lo mismo hace con las cabezas de pavo, con los ganchos donde se cuelgan para ser descuartizados, y con los despojos que se barren hechos de vísceras, sangre y restos. Con esa belleza plástica trata de calmar con la serenidad del plano, la crispación del relato. Entre la historia negra y la crónica social, Martins se encuentra muchas veces al borde del desequilibrio. Hay mucho peligro de caída cuando uno se desliza por un filo que mira a Ken Loach a un lado y a David Lynch al otro.

Ni vuela alto, ni profundiza demasiado, así que una agridulce sensación frustrante concluye la experiencia de contemplar Provisional figures con la percepción de que la suma de todas sus partes no cumple con la promesa que late en buena parte de sus elementos.

La maldición del caballo blanco

Dicen los encargados de divulgar lo que Los reyes del mundo posee en su interior, que Laura Mora, su directora, ha construido una película “sobre la desobediencia, la amistad y la dignidad que existe en la resistencia”.

Esa resistencia se ubica en Medellín y los rebeldes son cinco chavales hartos de estar hartos pero no lo suficiente como para no tratar de salir de allí. Laura Mora (Medellín, 1981) dirige la historia coescrita junto a María Camila Arias, con un bagaje evidente. Aquí se vio y se reconoció su anterior largometraje, una ópera prima titulada Matar a Jesús (2017), un thriller muy particular, rodado en Medellín y que tuvo un cierto impacto. Desde entonces, Laura Mora, que ya tenía una notable experiencia en series de televisión, ha seguido trabajando para Netflix mientras preparaba Los reyes del mundo. A estas alturas, nadie debe ignorar que Netflix resulta altamente tóxica para quien decide servir a su algoritmo fatal. La necesidad de excitar, de sorprender, de provocar estremecimientos a toda costa, deforma incluso a los autores más honestos. De haber existido hace medio siglo, estas fórmulas siempre sedientas de clientes, siempre a la busca de mantener la atención a toda costa, hubieran acabado con el mismísimo Bresson.

Que Laura Mora no es Bresson ya se sabía; lo que no cabía sospechar es que incurriera en tantos y tan gratuitos excesos.

Laura Mora sin duda, no comparte la creencia de que cada vez que aparece en un filme un caballo blanco preñado de simbolismo, lo mejor que se puede hacer es salir corriendo de allí. Aquí ese caballo blanco aparece sin cesar para sostener un viaje a la tierra prometida que, desde el inicio, ya se intuye cómo va a culminar. El nivel interpretativo roza lo amateur pero mucho peor es que el rigor de la dirección, se empeñe en abrazar el ridículo.

Secuencias oníricas de artificio y falsedad, y localizaciones tan atractivas como corrosivas para su autenticidad, culminan los fundamentos de la que merece, salvo alguna sorpresa final, ser escogida como la peor de las obras a concurso.

Pero toda la culpa no es suya, Laura Mora es víctima del veneno de Netflix y de la maldición de empeñarse en sacar caballos blancos como alegoría de la libertad.