Para Goyo Jiménez (Albacete, 1970) no hay categorización del humor que valga porque solo existe un tipo de humor: el bueno. En el intento por arrancar carcajadas, afirma que dar una segunda oportunidad a chistes o bromas que en un principio no funcionaban ha resultado un éxito. Su agudeza se basa en dos principios: el respeto a la empatía y el fomento de la reflexión. 

¿En qué momento se decanta por el humor alguien que estudia una carrera tan seria como Derecho?

—Lo del Derecho fue una carrera calmapadres, para que no se preocuparan. Después me ha venido bien para hacer los contratos de las actuaciones y poco más. Eran otros tiempos y comencé a participar en la escena a una edad muy temprana. Lo de trabajar desde joven, sobre todo en el mundo del espectáculo, no estaba mal visto.

“Mi mayor estrategia social ha sido ir por la vida de gracioso”, ha asegurado. Y a menudo saldrá bien, pero también se puede torcer...

—Más que ir por la vida de gracioso, se trata de buscarle la vuelta que a los demás se les escapa. Estamos todos muy ocupados siendo serios y al final del asunto, en esta especie de supermercado que es la vida, pasamos todos por caja. Cuando uno bromea sobre algo, puede conseguir que la gente se relaje o que se crispe. De momento he conseguido ser lo bastante hábil como para no crispar a demasiada gente.

Parece que los humoristas y los actores cómicos tienen complejo de médico: siempre recetan la risa para cualquier mal.

—Sí, es verdad que hay una creencia popular de la risa como terapia. No es solo eso. Está hasta científicamente contrastado que sienta bien, pero creo que sobre todo tiene que ver con la visión del mundo. Nos tomamos en serio determinadas cosas que no son para tanto, empezando por la vida. Ninguno sabemos cuál es el sentido final de esto, si es que lo tiene. La política, la religión, el sexo... todo nos lo tomamos a la tremenda. No sé si la risa es tan terapéutica, pero la crispación somatizada es enfermiza.

Qué es más difícil, ¿hacer reír al espectador con un humor zafio o con un humor inteligente?

—Humor solo hay uno, que es el humor bueno. El resto es como comparar la cocina vasca y el fast food.

Desde el Teatro Campos Elíseos afirman que las mujeres cómicas llenan los escenarios. ¿Esa creencia de que las humoristas no hacen gracia es cosa del Pleistoceno?

—Hay humor bueno lo haga quien lo haga, independientemente de su género. Tengo el honor de haber trabajado con magníficas humoristas, soy muy fan de muchas de ellas. Terminé en mayo un programa de TVE, Un país para reírlo, y una de las cosas que quería hacer era hablar de Las Virtudes. Nos habíamos olvidado de dos mujeres que estaban haciendo humor en los 80 con un éxito enorme. He llegado a coger un tren de Albacete a Madrid solo para verlas. Lo bueno que tiene el mundo del espectáculo es que no nos hemos parado a mirar nunca en quién hacía las cosas, sino en si eran buenas o malas.

Pero habrá actualizado el listado de mujeres humoristas.

—Ahora podría mencionar a muchas otras humoristas: Bianca Kovacs, Carmen Romero, Patricia Espejo, las chicas de Estirando el Chicle... hay una edad de oro del humor femenino. No solo están llenando teatros, están convenciendo mucho.

Algunas de las que menciona se están haciendo un hueco en un nuevo formato: el podcast.

—Lo bueno de estos tiempos es que la democratización de la tecnología ha hecho que no intervenga una persona entre el humorista y los espectadores. Hay un acceso directo y la gente puede comprobar de primera mano la calidad de tu trabajo. Martita de Granada, por ejemplo, consiguió darse a conocer a través de las redes, sin intermediarios.

¿Le han surgido oportunidades de adentrarse en ese ámbito?

—Estoy en la radio, porque soy un señor mayor. Me gustaría tener tiempo para hacer podcast pero de momento no he podido. Estoy en radio, televisión, teatros, alguna película... lo raro es que saque tiempo para hacer un solo proyecto más con esta única vida. Si consigo clonarme, a lo mejor.

El humorista Goyo Jiménez posa en las butacas del Teatro Campos Elíseos. Maider Goikoetxea

Recorrió España buscando la esencia del humor patrio, ¿pero hay un denominador común?

—Creo que en general cambian los acentos, pero los chistes y las bromas son los mismos. Además, hay una cosa que nos une a todos: somos un país muy poco serio. Otros europeos tienen su épica, nosotros somos un país, y lo digo con orgullo y satisfacción, de desmontar mitos. Lo que hemos aportado al panorama escénico es el esperpento y la tragicomedia, no hacemos poemas épicos. Me parece muy bien, porque los poemas épicos acaban haciéndote creer que eres mejor que los demás.

El humor manchego puede presumir de contar con una entrada específica en Wikipedia, cosa que no ocurre con el humor vasco.

—Es muy injusto. Es cierto que el humor manchego tiene unos referentes dispares: José Mota de Martes y Trece, José Luis Cuerda en el cine, los monólogos mis amigos chanantes... y todo lo que ha venido después. El humor vasco parece que se lo quedó todo Vaya Semanita, como si no hubiera nada más. A lo mejor es por eso por lo que no se categoriza. Pero todo se andará. Veo que hay gente que con ese ejemplo de Vaya Semanita está haciendo humor, Jon Plazaola o Valeria Ros. Llevan un camino excelente. Quizás en un tiempo tengan una escuela de humor.

Y el público vasco, ¿hay algo por lo que se caracterice?

—Que no te regala nada, lo que te da te lo da cuando toca. Y cuesta. Pero en cuanto los tienes, te quieren para siempre. Tengo un vínculo muy especial con el País Vasco y más especial aún con Bilbao. Son ya 20 años viniendo aquí a estrenar, con lo que supone. Cuando estrenas un espectáculo siempre está menos rodado. Sin embargo, me encuentro con que la gente, cuando te da un aplauso o se ríe, es sincera, no finge. No fingen el orgasmo cómico.

Dicen que las segundas partes nunca fueron buenas, pero usted se atreve no solo con la segunda sino con la tercera de ‘Aiguantulivinamerica’.

—La primera tenía muchos años ya y pasamos los 55 millones de reproducciones en Internet. Son textos que me han llevado a actuar a Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos, Sudamérica... Conseguir ese nivel me generaba un nudo en la garganta cuando me planteaba hacer una segunda parte, pero me puse y salió. De todo el material salió hasta una tercera. Por la respuesta de la gente parece que hemos estado a la altura.

¿Cómo ha cambiado su percepción de los estadounidenses?

—Ha cambiado la de todos. Pasa como con las franquicias de cafeterías que son todas iguales. Todo está globalizado. Estados Unidos tiene muchas cosas nuestras como el resto del mundo tiene muchas cosas de ellos. Es verdad que han perdido esa claridad que tenían de ser la guía del mundo. Entre ellos están bastante debilitados y enfrentados, se nota. Hay discusión por el liderazgo del planeta.

¿Se les sigue idealizando o ahora prevalece una visión más crítica con el capitalismo que propugnan?

—Los últimos rescoldos de esa idealización se vinieron abajo. Hay un antes y un después de las torres gemelas y las reacciones a eso. Ellos se creen esa cosa que te venden en las películas y en las series, pero cada vez cala menos esa idea. Es como si nosotros hablásemos de nosotros mismos diciendo que somos el copón bendito, sabiendo cómo somos. 

Los políticos siguen siendo el blanco fácil de todos los humoristas. Siempre dan material.

—Los políticos son nuestros, salen de entre nosotros. Creo en la responsabilidad colectiva de todo lo que pasa. Si son así es porque los hemos elegido nosotros y les hemos permitido ser así. Dicho esto, a mí me parece que, efectivamente, son un blanco fácil. Nos lo ponen a huevo. Yo hago un espectáculo más que un monólogo e intento que sea lo más denso, cromático posible, que tenga que ver más con el análisis de cómo somos, que con individuos puntuales. No me gusta el humor ad hóminem, no me gusta personalizar. Creo que en general hay que reflexionar más como sociedad.

A un chiste que no funciona a la primera, ¿se le puede dar una segunda oportunidad?

—Por supuesto, y se le debe. Tenía un chiste que no funcionaba y conseguí convertirlo en lo mejor que he escrito. Hay veces que el propio metahumor, analizando un chiste malo, acaba siendo lo más divertido. Cuando empiezas a explicar la gracia de un chiste malo, siempre es más gracioso que el chiste malo.

En tiempos de corrección política, ¿cuánto de autocensura hay en un humorista?

—Creo que es una cuestión de educación. La suerte que he tenido es que a mí se me inspiró para ser una persona que tratase a los demás con educación y civismo y ahora le llamamos empatía. Al final se trata de entender el contexto en el que estás, de la misma forma que uno no se pone a dar voces en misa, pero sí las puede dar en San Mamés. Yo creo en el humorista que seduce, no en el que impone. Creo en la relación de atracción y de convicción, y no en la imposición. Mi censura viene de ahí, no de lo que los demás puedan pensar sobre lo que estoy diciendo. Lo importante es que cuando uno gasta el cartucho de desafiar tiene que hacerlo con conocimiento de causa, autoridad moral y mucha empatía. l