Darío Urzay (Bilbao, 1958) tenía 23 años cuando uno de sus cuadros se incorporó a la colección del Museo de Bellas Artes de Bilbao, 24 cuando le dieron el primer Premio Gure Artea y 39 cuando su obra llegó al Guggenheim. Con el éxito que tuvo en sus comienzos podía haber seguido haciendo lo mismo, pero su actitud inquieta por la vida y el arte le ha llevado a experimentar, explorar y a investigar durante toda su vida. A sus 62 años, aún sigue haciéndolo.De él ha dicho el jurado del premio Gure Artea de este año, que otorga el Gobierno vasco, que “encarna como pocos al pintor de la época que le ha tocado vivir”. Abierto a la experimentación, en sus obras investiga la plástica de las superficies y sus técnicas. “Nunca he abandonado la pintura, suelo hacer una broma y digo que soy un artista zombi; la gente dice que la pintura ha muerto, pues yo nunca la he abandonado, utilizo la cámara de fotos como brochazos en el aire”, señala. De hecho, muchas de sus obras son auténticos híbridos de varios géneros; combina la pintura con la fotografía y aborda también la creación de imágenes en tres dimensiones por medio de programas informáticos, como una extensión de la mano del artista.

Sus inicios

Nada más entrar a su estudio en Sarriko, nos da la bienvenida un cuadro realizado cuando tenía apenas 18 años. “Estaba en casa de mi madre, pero ahora me apetecía volver a tenerlo aquí”, confiesa el artista, que nunca ha dejado de crear, ni siquiera durante el confinamiento. Y eso, a pesar de que su mujer es médico en una UCI y ambos tienen dos hijos pequeños a los que han tenido que atender. “Salía a las diez de la noche a la calle con una cámara y la hacía volar fotografiando las luces”, explica.

Darío Urzay comenzó como cualquier niño con 11 o 12 años pintando unos óleos. “Pero realmente, entonces ni se me pasaba por la cabeza dedicarme al arte”, rememora. A los 17 años empezó a enviar algunas acuarelas de paisajes a concursos de pintura “y gané algunos premios”. Con 18 años entró en la Facultad de Bellas Artes y coincidió con Txomin Badiola, Moraza, Lazkano, Marisa Fernández... Una generación muy fructífera que tomaría el relevo de la conocida Escuela Vasca.

Un día, el escultor Jorge Oteiza apareció en la universidad, se reunió con la dirección de la facultad, y pidió a algunos alumnos que fueran testigos de aquella visita. En aquel momento Txomin Badiola y Urzay estaban en el patio, y casualmente les eligieron a ellos. “Hubo un momento en que aquí había que posicionarse por Oteiza o por Chillida, es una terrible estupidez, son dos artistas de los que aprendes lo mejor de cada uno... Pero yo a Chillida no le conocí personalmente y a Oteiza sí. Me transmitió una serie de cosas que no solo eran las obras, sino también una manera de entender la vida”, reflexiona.

londres, nueva york-Bilbao

Años más tarde, Urzay daría el salto a Londres, “fue una necesidad impulsada por las circunstancias del momento. Participé en una exposición en Madrid y apareció una señora que iba montar una fundación en Londres, Delfina Entrecanales, que tenía raíces vascas porque su abuelo fundó la Gota de Leche en Bilbao, y me invitó a ir allí. No me lo pensé dos veces y me marché de la facultad. Llevaba cinco años dando clases como profesor, y entonces decidí que aquello se había acabado”.

Allí coincidió con Txomin Badiola, y luego también con Pello Irazu. “Expusimos en Riverside Studios en Londres y después cada uno decidió irse a Nueva York”. En el caso de Darío Urzay, con una beca del Gobierno vasco para un año. Pero, luego se fue alargando hasta cumplir ocho años. Esa temporada que pasó allí marcó muchísimo su vida. “Se produjo un cambio muy grande, ya no era como ir a nutrirte de lo que ibas viendo, veía exposiciones de primeras figuras a nivel mundial. Pero llegó un momento en que decidí que lo que quería ver lo tenía que hacer yo, quería ser parte de ello, que mis obras se valorasen, que se midieran con esas otras...”.

En el 92 se fijó en él una galería neoyorquina y le propuso exponer allí. “Tuve una critica en el New York times que no era para echar cohetes porque me daban una de cal y otra de arena. Pero tener con tu primera exposición individual una crítica de ese periódico, con la competencia que había en Nueva York, no estaba nada mal”, señala.

Darío Urzay vivió durante esa época al lado del Guggenheim del Soho. “Lo tenía a tres minutos de casa. Mi padre me mandaba recortes de periódicos en los que se publicaba que se iba a construir un Guggenheim en Bilbao y, yo la verdad, no me lo creía. ¿Cómo iba a haber un Guggenheim en Bilbao? Aquello me parecía una broma”, dice Darío Urzay.

Por aquel entonces, ni se hubiera imaginado que una de sus obras iba a incorporarse a aquel futuro museo, cuyo proyecto ya no tenía marcha atrás. Poco después de regresar a Bilbao en 1995, le encargaron una pieza para formar parte de la colección del futuro museo, y la realizó teniendo en cuenta todo el proceso que había vivido, desarrollando el lenguaje personal que ha caracterizado su obra.

“Había una comisión artística que estaba visitando estudios de artistas vascos para comprar obras para el Guggenheim. A mí me encargaron una. Hice En una (Microverso I) fracción, una obra monumental que fue creciendo y se transformó en una pieza de 1,70 x 8,50 metros. Recuerdo que me inspiraron una imágenes que tenían que ver con Ramón y Cajal, que fue profesor de mi abuelo, médico de Sestao. La pieza tiene como un fondo microscopio, que de lejos parece algo galáctico, que me recordaba mucho a la película 2011 odisea del espacio, que vi con mi padre en el cine Vistarama cuando yo tenía 15 años. Puede parecer una pantalla cinematográfica”, recuerda. En 2013, Urzay donó al Guggenheim la obra gemela, titulada En una (microverso II) fracción, realizada en 1997, ambas con la superficie brillante que el artista consigue con la mezcla de resinas y pigmentos.

mezcla de colores

Su estudio parece un taller alquímico, inundado de pinceles, colores, que se mezclan con dispositivos de ordenador, con marcos motorizados que controlan el proceso de secado o inventos del propio artista para colgar las obras. Muchas de ellas en formatos monumentales.

Sus obras son impactantes, imágenes fuertes que se perciben instantáneamente. Lleva más de cuarenta años dedicado a la pintura y ha expuesto en numerosos países del mundo. Recientemente, ha entrado en el Museo Pushkin de Moscú con un vídeo de imágenes de mascarillas en el microscopio. “Durante el confinamiento, mi hijo pequeño hacía un ruido con los labios cuando estaba enfadado. Así que se me ocurrió, como un juego para amenizar el encierro, ponerme pintura en los labios y hacer lo mismo salpicando mascarillas. Las puse bajo la lente de un microscopio y empecé a ver un mundo increíble que parecían pinturas. Estuve fotografiándolas y en una impresora en casa con láser empecé a trabajar con ellas”.

El proceso acabó en un vídeo que el Museo Pushkin de Moscú colgó en su web. “Al mismo tiempo, en noviembre cuando tuvimos toque de queda salía todas las noches al balcón y durante un segundo de exposición hacía volar la cámara y recogía las luces. Y con eso hice una serie de dibujos, que vistos en el ordenador e invertidos parecían trazos de carbón”. Sus Curfew drawing (dibujos de confinamiento), como los ha llamado, se pueden ver, y comprar en Internet, en la galería on line cientomasuna.com

Se le nota dolido cuando asegura que en Euskadi no ha expuesto mucho individualmente. “La última exposición institucional que he hecho fue en 2000 en la Sala Rekalde de Bilbao. En Gipuzkoa no he hecho ninguna”. Y un deseo: “Me gustaría hacer una exposición con mi obra de papel”.

sus obras

Reconoce que no ha sido un artista de producción rápida. “No quiero perpetuarme a mí mismo. Siempre he variado, si algún día se hace una retraspectiva de todo mi trabajo, se apreciarán los cambios. Mis obras van surgiendo en el momento, siempre las he seguido y lo digo metafóricamente y literalmente. He recorrido medio mundo con ellas, pero a la hora de crearlas también las he seguido. La pieza me va pidiendo lo que tengo que hacer, ellas solas van cobrando vida y las más interesantes han surgido casi solas. Ninguna de mis obras estaba premeditadas, todo iba surgiendo. Es la adaptación al entorno”.

Resulta inevitable mencionar la polémica que suscitó su diseño de las camisetas del Athletic, y que la propia UEFA en su página oficial denominó como “camiseta ketchup”. “Pero ahora están en el museo del Athletic”, zanja orgulloso.

¿Y ahora en qué trabaja? “Antes de la pandemia tuve una inundación en el estudio, tuve que mover todo, para mí fue como algo premonitorio. Pensé que me apetecía volver a pintar con óleo, que se reconozca la pintura. Era muy arriesgado porque la gente ya me conoce formalmente, pero me ha generado ganas de, quizás, realizar un pequeño cambio”, anuncia.

“Dicen que la pintura está muerta, yo nunca la he abandonado, suelo bromear y digo que soy un artista zombi”

Artista, premio Gure Artea