Grafismos que retuercen la libertad
El Museo Guggenheim presenta cien obras de pequeño formato del artista expresionista austriaco Egon Schiele procedentes de la Albertina de Viena
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N O vivió mucho tiempo, pero Egon Schiele ha dejado una huella indeleble en la historia del arte. Su importante trabajo se produce en apenas diez años, desde 1908 hasta 1918, y sin embargo se coloca en el centro de las preocupaciones de la época. Mediante el lenguaje expresionista, asume la descomposición del imperio austro húngaro, es paralelo a las investigaciones que Freud realiza sobre el oculto mundo de los sueños y se preocupa por la teosofía que tanto se infiltrará en todo el arte de vanguardia.
Son casi cien obras de pequeño formato que permiten realizar un rico diálogo con su obra sobre papel. La más antigua de las que se presenta se retrotrae a 1906. Es un carbón que le autorretrata, pasión por sí mismo que no abandonará nunca hasta el punto que hay muchos otros dispersos por la exposición. El paso más moderno está fechado en 1918 y es una tiza que da perturbadora presencia de su madre. En medio, todas sus etapas. Algún paisaje, contadas plantas, pero la mayoría son figuras esquemáticas y eróticas. De pie y sobre todo echadas. Desnudas o medio vestidas. A veces están solas y otras se muestran acompañadas.
Prácticamente se inventa en cada trabajo. Es como Picasso, que sabe sacar provecho de todo lo que dibuja y colorea. Muchas piezas le sirven para estudiar insólitas presencias de escorzos imposibles.
Otras no tienen más continuación que sí mismas. Su obligación es ser objetos que capten el interés de la mirada más abrasiva.
Comienza en el entorno de la decorativa modernidad de entre siglos para, como corresponde a un vanguardista, llevar el sujeto hasta el límite expresionista de la distorsión y la diferencia. Se basa en el sistema de la representación, pero su voluntad es presionar los modos naturales para llegar a interrogar acerca de lo que apenas se puede observar y expresar. Enfatiza unos elementos y elimina otros. Enlaza planos o dispone las figuras sobre fondos neutros y atemporales.
Schiele muestra sobre todo cuerpos esqueléticamente dramatizados y asume los deslizamientos entre lo interior y lo exterior, aquello que se percibe epidérmicamente y lo que cada pieza transmite connotativamente.
Hay rostros dolientes en su desmesura que procuran la urgencia de algo que traspasa el soporte y toma partido por la vida. El límite de la existencia también alcanza la degradación personal y la incomprensión hacia lo que parece afirmarse.
No son seres cómodos para complacerse con ellos, sino visitas que penetran en lo más profundo del malestar individual y colectivo. Su relación con niñas y mujeres no fue demasiado bien vista en la sociedad de su tiempo. Incorpora la noción de la transgresión al llevar a las obras no la dulce servidumbre de la armonía sino la inestable intranquilidad. Hay ojos que fijan la percepción de quien observa y otros que se ocultan en la turbamulta de la expresión. Al ser acusado primero de rapto y violación de una menor y luego de difundir dibujos obscenos, su paso por la cárcel durante 24 días en 1912 está reflejado por medio de secretas confesiones.
Una especie de cura que le sirve para penetrar más si cabe en la psiquis de sí mismo y los personajes que dibuja y pinta. Esa naranja era la única luz, ¡No me siento castigado sino purificado! o La puerta a lo abierto son algunos títulos.
Nunca la cotidianeidad de la mujer se había mostrado tan al desnudo. Si Degas o Toulouse Lautrec auscultan el espectáculo femenino de la limpieza o la desesperanza de la vida alegre, la valentía de Schiele es ir más lejos y mostrar de modo más complejo la soledad que abre la puerta a poder obrar con albedrío. No tanto se fija en el rostro como cuanto en las urdimbres lineales que teje en los contornos. Se libera del puritanismo y no deja mucho a cubierto cuando presenta cuerpos de cintura para abajo donde juega con los vacíos en un baile gestual de presencias y ausencias.
Aparecen los retratos de amigos y conocidos que tienen el coraje de perdurar más allá de los reconocimientos: Anton Faistauer, Max Kahrer, Arthur Roessler, Egon Friedell, Heinrich Benesch, Franz Hauer, Erich Lederer, F. M. Haberditz o Albert Paris Güterlosh. Mientras que los tres retratos fotográficos de Anton Josef Trcka y otros tantos de Johannes Fischer ponen al descubierto un tipo de lenguaje corporal expresionista y de investigación visual cuyos paralelismos con los cuadros se hacen inevitables.
El artista Egon Schiele consigue traspasar la distancia que existe entre él y lo pintado para transmitir de modo zozobrante el interior de cada motivo. Como si fuera un látigo, convierte al espectador en una especie de voyeur cuyo escénico viaje no tiene destino cierto y queda abierto a los abismos de la libertad.