Un nombre con sabor a mar
DESDE Santurce a Madrid, vengo por toda la orilla...” Léase esta frase al ritmo y compás de la legendaria bilbainada como ilustración musical para la remembranza de José María González Barea, Currito, un hombre con categorías similares en su condición humana y en su cocina, basada en las recetas tradicionales y en los productos de la tierra y de aquel mar Cantábrico que tanto quiso.
Cuenta su biografía que fue un nombre sobrenatural de toda una saga. No en vano, su abuela Anselma era angulera en el mercado de Bilbao; sus tías, sobre todo, su tía Cecilia, guisandera de veras que iba todos los sábados a guisar a la casa de alguna familia de dinero; su esposa, Juli, su hijo Emilio que ya tampoco está... Abrió su primer restaurante en 1950 en su pueblo natal, Santurtzi, al abrigo de la fama de sus sardinas asadas que elevó a categoría de manjar. Poco a poco, gracias a su capacidad de trabajo y su bonhomía, se hizo con un renombre merecido y una clientela reconocida, que le llevaron a dar el salto a Madrid, donde abrió un segundo restaurante en la Casa de Campo, a principios de los años setenta. ¡Cuántos veranos no habrá inaugurado con una sardinada allí, cuántas veces no habrá sido aquella casa de acogida a cuantos vascos se acercaban en La Catedral!
Recuerdo un día mágico en el que se hizo visible ese hilo sentimental que le unía al Athletic. Los leones iban a medirse con el Barcelona de Maradona en aquella histórica final de los ochenta. Allí, en su casa, se encontraban Carmelo Bernaola, compositor del himno rojiblanco, parte de la directiva y un sinfín de aficionados que fue calentándose entre cánticos y esperanzas. Currito era un aficionado más y en un pronto que le define soltó el grito inesperado: ¡aquí no paga ni Dios! Le miraba raro el personal y todo sonaba a una bravuconada, estando el local repleto como estaba. Pero José María cumplió su palabra, “palabra de vasco”, tal y como dijo, y la caja registradora se quedó huérfana en una de sus tardes más rebosantes.
“Toda la vida he mantenido que mi éxito no radica en la venta, sino en la compra, en llegar el primero al mercado para elegir lo mejor”, dijo en una ocasión aquel que fundó el Club de la Boina en Madrid acompañado por otro bilbaino de pro, Alfredo Amestoy. Cuentan que cuando se fue el Cantábrico guardó un largo tiempo de luto. Es más, nadie ha cogido, desde entonces, aquel testigo tan llorado.
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