YA no conservan los viejos árboles que las bautizaron aunque sí su nomenclatura: Alameda San Mamés, Alameda Urquijo y Alameda Mazarredo, pongamos por caso. Y, sin embargo, pertenecen aún a un callejero sobre el que se escribieron las páginas de los primeros Bilbaos, de los miles que han sido a lo largo de los sucesivos ensanches y transformaciones de una ciudad que se aferra con una mano a las raíces de su tradición mientras agita la otra, como si fuese un ala del futuro que levanta el vuelo hacia un prometedor porvenir. Sobre las baldosas de algunas de estas calles se han escrito mil y un historias. Alameda San Mamés es una de ellas.

Expliquemos, de salida, que el nombre evoca a la ermita que, bajo la advocación al santo, estaba en parajes cercanos, donde hoy se encuentra la Casa de Misericordia. Todo nació por la cesión, en donación, de unas huertas frente al Portal de Santa María, al otro lado de la ría, y en la jurisdicción del término de la Tierra Llana, allá en la anteiglesia de Abando. La ermita y el santo fueron conocidos por los peregrinos a Santiago desde la edad Media pero no fue hasta que en 1872 el rey de España, Amadeo de Saboya, vino a Bilbao a inaugurar la Casa de Misericordia. Fue entonces cuando bautizó a esta calle con el nombre de San Mamés. El 3 de mayo de 1917, se aprobó la construcción de la Gran Alameda, como así se iba a denominar esta calle de 30 metros de anchura, que enlazaría la plaza circular del Sagrado Corazón con la carretera de Balmaseda. Ahí comenzaba la historia más popular de una calle que no fue lo que prometía pero sí labró cientos de historias populares, entre mágicas y misteriosas. Hoy, desde el nacimiento en Zabalburu hasta su desembocadura en la plaza Indautxu, aún fluye por la corta calle mucha vida.

Recordemos lo que fue. Sobrevive de los viejos tiempos un callejón en cuesta abajo, como si fuese la boca de entrada a unas imaginarias catacumbas -acaso el mismísimo niño Mamés no fue mártir en Roma en los primeros años de la era cristiana...- conocido como en callejón de Zollo. Allí, a la altura del número 11, sobrevive una taller de restauración de cuadros, pero la bajada fue, durante años, un espacio para la aventura de los vecinos de la calle más pequeños que se metían en la boca del lobo con el sabor del misterio en el paladar. ¿Qué hay aquí?, decían. Decíamos. Hoy se le conoce como el Callejón de Zollo Molcris y mantiene esa entrada de los viejos tiempos. Incluso en la bajada se adivinan los surcos del paso de carromatos. O al menos esa es la ilusión que se conserva.

Unos metros más abajo, a la izquierda según se baja de Zabalburu, crece la imaginación con más exuberancia que en ninguna otra selva artística de Bilbao. Allí brotan muebles con placas de ordenador por puertas; escaleras de rodillos, monstruos apoyados en las paredes, bustos de espejo con pubis y labios, gordinflones que trepan por las fachadas, letras de caligrafías singulares. Allí se ubica El Cajón, cuna y manantial de los escaparates más originales de la villa. Hasta el punto de que un sinfín de viandantes se acercan para contemplar la magia de la creatividad en estado puro. Tal es el imán que, no vendiéndose producto alguno en su interior, el torrente de curiosos no cesa. Visítenlo, merece la pena.

Viajemos unos pasos más abajo, hasta la bisectriz con Alameda Recalde. Hoy es un amplio paso pero hasta hace no demasiado tiempo, algunos de los vecinos de Alameda San Mamés gastaron el último espíritu partizano de la calle. Eran la resistencia. No en vano, Alameda Recalde contó con una frontera, un par de edificios que interrumpían la ascensión de la calle hasta donde hoy llega, la plaza de toros de Vista Alegre. La ciudadanía de más edad recordará la pugna entre el Ayuntamiento y los vecinos, una guerra larvada que duró décadas.

Ayer y hoy. Sigamos en el descenso de la calle para darnos de bruces en un espacio con sabor que, en su exterior, aún hoy conserva una fachada que habla de lo que fue. Hemos llegado al número 25 de la calle, siempre en impares. Allí queda la huella del viejo lavadero, más tarde mercadillo, uno de los edificios más singulares de la villa, realizado en 1905 por el arquitecto Ricardo Bastida. Cuentan los cronicones de la época y las memorias más capaces que el lavadero, además de dar servicio para lo que se construyó, también era lugar de reunión de mujeres para reivindicar sus quejas o demandas. Con lectura notarial diremos que el horario era de seis de la mañana (5 en verano) hasta las nueve de la noche. No se permitía la venta de jabón, añil o similares, la entrada de hombres excepto para acarrear bultos, y en ese caso debían abandonar inmediatamente el local. Tampoco podían entrar los niños, salvo en casos especiales y con permiso del conserje. muy riguroso en sus concesiones.

En aquella época el sistema de lavadero tenía dos tendencias; el sistema europeo, en el que Alemania era la que marcaba la pauta, y el americano, basado en máquinas de movimiento rotativo. Bastida se inclinó por el primero y lo diseño de tal forma que en la primera planta construyó un gran salón dividido en dos salas. En una dispuso una serie de pilas separadas y provistas de grifos con agua caliente y fría, y en la otra, la parte mecanizada, es decir, las calderas y lejiadoras, rodillos secadores, y demás aparatos, todos ellos concebidos según los últimos adelantos de la época. En el piso superior, al que se accedía por una escalera, se utilizaba como secadero de ropa. Disponía de una serie de celdas separadas por celosías de madera de tal forma que cada usuario tenía la ropa en un lugar determinado. Dos patios de tres metros de anchura y numerosas ventanas, facilitaban la ventilación del edificio. Estaba construido en hormigón armado y fue ejecutado por la Compañía Anónima del Hormigón Armado de Sestao. A partir del 1 de enero de 1955 se convirtió en mercado, permaneciendo en estas funciones hasta el 25 de noviembre de 1974, fecha en que se decretó su cierre. Hoy en día el espacio lo ocupan viviendas. Es el sino de los tiempos.