ILENCIOSAS como el claustro de un convento callado por el luto. Escuchábamos, como un trueno, el crepitar de la gravilla bajo nuestros pies.

Por eso, el eco de la pelota rebotando contra un frontis nos alcanzó nítido e inconfundible. Casi un cañonazo. Intercambiamos miradas. Sin quererlo, se nos alegró el corazón. Un frontón era lo último con lo que esperábamos tropezarnos tan al sur.

Caminamos, bajo el frío y envueltos en la nube de vaho de nuestro propio aliento, en la dirección del origen de los pelotazos. Por lo que habíamos oído a los pastores y campesinos, al aire helado que cae de la sierra lo llamaban relente. Ellos, en Guadalajara, a pesar del hábito, se echaban unas mantas de lana basta sobre la espalda para cubrirse. Los habíamos visto caminando por la paramera de esa guisa, fumándose retorcidos cigarrillos liados a mano que parecían mechas. Sabían lo que hacían. Nosotros nos teníamos que conformar con cualquier cosa que suavizara el castañeteo de los dientes.

Al final de la estrecha calle vimos, a contraluz, un gran quejigo solitario. Más allá se adivinaba la plaza. Justo en la esquina, antes de alcanzar el espacio abierto, a la altura de los balcones, unas baldosas de loza de colores completaban la palabra CAMPISÁBALOS. Así que habíamos alcanzado la meta. El lugar marcado en nuestro mapa.

El frontón constituía el límite sur de la plaza. Lo modesto de la trama urbana a su alrededor provocaba que pareciera inmenso. Tres hombres, con las mangas de las camisas arremangadas, jugaban a mano desnuda. Dos, calzaban alpargatas. El otro, botas. Uno conservaba la boina, raída y polvorienta. A los otros, el cabello brillante les mantenía el sendero circular que delataba que se la habían quitado hacía poco. Nos detuvimos. Hipnotizados. El de las botas falló. Muy malo. Hablaba raro. Gesticuló. Maldijo. Se alejó bordeando la pared izquierda. Los otros rieron a mandíbula batiente.

Se trataba de dos hombres jóvenes. De nuestra edad más o menos. Habían amontonado sus chaquetas y el resto de bártulos en el suelo, justo en el vértice del frontis y la pared izquierda. Un pelotazo nos reveló que la chapa no era tal, estaba pintada. Una franja negra de algo menos de un palmo de ancho.

Decidimos acercarnos. Se picaban con ese acento característico de las gentes de la Ribera. Se propinaban codazos entre saque y saque. Les sorprendió nuestra presencia. Mis compañeros se desprendieron de lo que llevaban encima, se arremangaron las camisas, se sacaron las boinas, arrebujaron sus propias ropas sobre el cúmulo de la esquina y retaron a la pareja a un partido a 30 tantos. Con saque del 3 al 4. El más bajo y fuerte de los desconocidos escupió al suelo, sonó el eco, señaló una botella apoyada al pie del viejo quejigo.

"Un cuartillo de clarete tiene la culpa. ¿Lo veis o qué?", preguntó, y alargó la mano derecha, grande, callosa y cubierta de arañazos, muy abierta.

Unos aceptaron el desafío. Los otros, el envite. Se apretaron las manos los cuatro. Entre bromas insistieron en que ellos serían los azules y nosotros los colorados. Una perra gorda sirvió para sortear la primera puesta en juego. La fortuna favoreció a los del clarete. Observé los primeros tantos. Noté que la pelota sumaba miles de golpes que le habían aflojado la lana y gastado el cuero. Volaba despacio. Botaba poco. A menudo salía del frontis de manera imprevista. Otras, los baches de la plaza forzaban trayectorias fatales.

Fuera por el jolgorio, el debate acerca de los tantos dudosos, o los gritos que aclaraban, cada poco, el resultado. ¡Buena! ¡Veinte dieciocho, redios! ¡Con esta llevamos tres de ventaja, Gabriel! O quizá fuera por la hora y que el sol empezaba a elevar la temperatura. Pero se fue acercando el vecindario. El primero, un anciano diminuto con el cabello muy blanco, la piel gruesa y arrugada, arada por el sol y la intemperie. Traía un botijo lustroso cargado de agua fresca.

"Es de la fuente de El Chorrillo. Para los zagales la traigo", dijo al depositarlo al borde de la cancha.

Se aproximaron otros hombres no tan mayores. Uno, la manta la espalda, apoyaba la barbilla en el asa de su guadaña. Hubo quien depositó el costal de harina que portaba al hombro y se sentó sobre él. Unos niños salieron correteando de no se sabe dónde y se pararon boquiabiertos a disfrutar del partido de pelota.

Me alarmó el ronroneo acatarrado de un camión. Era el tipo de las botas quien lo conducía. Lo estacionó junto a mí. Se apeó de un saltó. Dio un portazo que sonó a chatarra. Algo me inquirió entre muchos aspavientos. Varias veces. Lo hizo en italiano. Le entendí lo justo. Respondí encogiendo los hombros.

El que usaba la guadaña a modo de muleta alabó el último pelotazo, una cortada de izquierda al ancho. Tanto veinticinco para nosotros. Me quejé del relente, por charlar.

"Mañana no caerá. Necesita cielo limpio. Y viene agua por el otro lado de la sierra. El viento gallego trae nubes de lluvia. Recogeré las ovejas esta tarde".

Los niños, el cura y algunas mujeres se sentaron sobre la caja del camión para contar con mejor perspectiva del peloteo. Animaban indistintamente a unos y a otros. Yo pensaba en el clarete. Resquebrajo el jolgorio otro motor. Bronco. Terrible. La respiración de un caza biplano Heinkel He 51. Un vigilante con ametralladoras en la carlinga y esquís en lugar de ruedas. Las mujeres recogieron a los pequeños como las gallinas cuando sienten la sombra del gavilán. El cura trotó como un capón negro bien cebado. El de las botas levantó la vista. Empate a veintiocho. Me quedaría sin trago de clarete. Los cuatro jugadores abandonaron el frontón a la carrera tras recoger el equipo de manera apresurada. Ellos formaban parte de alguna unidad mixta del Corpo Truppe Volontarie italiano; el camión, con los tres en la cabina, petardeó a todo lo que daban sus carburadores por un camino de carros que se perdía hacia el noreste.

Nosotros nos habíamos alistado como exploradores, adscritos a la Brigada Commune de Paris. Nuestra misión, establecernos en Campisábalos para controlar los senderos de montaña que atravesaban las estribaciones de la sierra entre Alcolea del Pinar, ya en manos del enemigo, y Guadalajara capital. El teniente coronel Cipriano Mera no quería que le envolvieran por el flanco noroeste aprovechando lo agreste de la montaña. Nosotros le llamábamos El Albañil. Aquel anarquista sabía lo que se hacía.

Antes de que se echara la noche localizamos vados en los ríos Sorbe, Bornova y Cristóbal que serían de paso obligatorio si alguna columna fascista enfilaba al sureste. Era el 7 de marzo de 1937. El de la guadaña tenía razón: una llovizna, como llanto fino, nos despertó al siguiente amanecer. Y el retumbar de fuego nutrido de artillería. Empezó la Batalla de Guadalajara.

Deseamos que el frontón continuara en pie. Y que todo aquello se resolviera con un partido de pelota. Nunca volvimos a cruzarnos con los de la Ribera.