MIGUEL era Miguel”. Condensa la definición, tan escueta, tan descriptiva, sin embargo, el recuerdo de Ramontxu González Arrieta, fiel escudero de Miguel Indurain sobre uno de los episodios más vibrantes que lustraron la quinta corona consecutiva del navarro en el Tour. Era 8 de julio de 1995. Sábado. Hacia calor en Lieja, por donde transitaba el Tour en un paisaje espinado, un costurón de la Lieja-Bastogne-Lieja. “En principio era un día normal. No se preparó nada especial. Queríamos correr a nuestra manera: esperar una escapada con gente que no fuera peligrosa y llegar a meta sin problemas. Además al día siguiente esperaba la crono”, desgrana Ramontxu sobre una etapa entre Charleroi y Lieja, de 203 kilómetros “pestosa, con muchos repechos”, que horas después se instaló para siempre en el imaginario colectivo. Historia del ciclismo. Circulaba el pelotón pensando en la contrarreloj del día siguiente. “Las cronos eran el territorio de Miguel, donde sacaba una gran ventaja y luego la administraba”, subraya González Arrieta. Era el séptimo día de competición y la carrera, flamígera, las fuerzas aún exuberantes, era puro oleaje.

Entonces se encendió la mecha. La espoleta, que se creía inofensiva, activó el mecanismo de la teoría del caos. Circulaba Miguel Indurain a cola de pelotón. Ramontxu estaba junto a él. De repente, un chasquido en la cabeza de pelotón. Todos en fila de a uno. “Alguien atacó por delante y se aceleró aquello”, enmarca González Arrieta. Látigo. Indurain, con su motor V8, abandonó la fila y arrancó por la orilla opuesta por la que se enfiló el pelotón para calmar aquello. “Fue impresionante cómo subió el pelotón. Salió por el otro lado él solo. Le intentaron coger la rueda, pero no pudieron”, dice Ramontxu, el radar de Indurain en aquella escena. Desde su puesto de vigía, González Arrieta escrutó lo que sucedió cuando Indurain abrió gas. Ni Rominger, ni Berzin, ni Riis -líder aquel día-, ni Jalabert le siguieron el rebufo. “Miguel: Rominger, Berzin y compañía se han despatarrado cuando has acelerado el ritmo”, le comunicó. Miguel, sabio, escuchó. Indu-rain, una calculadora, procesó inmediatamente la información y esperó a que llegara su momento. “Era muy inteligente en carrera”, destaca González Arrieta sobre un líder “que sacaba lo máximo de nosotros pero que no nos reventaba”.

Más tarde, transcurridos un puñado de kilómetros, Indurain le susurró una orden a su compañero: “Estate atento a los cortes y arranca en una cota”. Apenas restaban 27 kilómetros para la meta. El Tour, inopinadamente, se precipitó en cascada en Forges. Catarata. Ramontxu González Arrieta tensó la cuerda. “Ataqué y se produjo un corte de unos quince o veinte corredores. Allí estaban Bruyneel, Eric Boyer... entre otros”. Se agujereó la carrera. “Teníamos entre treinta y cuarenta segundos de ventaja con respecto al pelotón”. Por delante, Boyer y Bruyneel, engarzados en Mont Theux, giraron la tuerca. Más madera. La guerra estaba detrás. Un misil balístico despegó. Indurain, grande como un castillo, dinamitó el grupo. ¡Boom! Ramontxu notó la presencia de Miguel, una locomotora humeante, a plena potencia inmediatamente. “A falta de 200 metros, tal vez menos, llega Miguel y me dice: Ponte a rueda. Si hubiera podido... pero estaba reventado. Él iba como un tiro y yo llevaba uno sofocón tremendo”. Por delante, sobrevivían Johan Bruyneel y Eric Boyer. “Cuando Miguel llegó a ellos, los dos habían coronado la cota y por eso se pudieron agarrar a su rueda. De lo contrario no habrían podido”.

Los ojos, en lieja Indurain, obstinado, el fuego en la ojos, no miró atrás. No le interesaba el retrovisor. Solo veía Lieja, donde desembocaba una etapa que se incrustó en la historia. Demoledor su pedaleo, ni la ONCE, ni Mapei, repleta de lebreles, le podían limar una sola pulgada “Por detrás solo había cadáveres”, explicaron entonces. No tardó el navarro en descontar a Boyer, asfixiado por el salvaje Miguel. Bruyneel, que perseguía el liderato, se planchó al dorsal 1 de Indurain. “Iba como tras moto”, reconoció el belga. “Por detrás la ONCE y Mapei tiraban a tope, pero no podían con Miguel. Hablamos de dos equipazos contra él”. La ventaja era de cincuenta segundos. Indurain ganó dos segundos por kilómetro. “Había que ver el motor que tenía, qué poderío”, enmarca Ramontxu González Arrieta, que no esconde la sorpresa que supuso aquella ofensiva total porque no era el estilo de Indurain. “Miguel era de los que dejaba ganar. Solo atacaba cuando era realmente necesario, no para hacer exhibiciones”.

Aquel día de julio, que concluyó con un apunte de José Miguel Echávarri en el diario de a bordo, golpe magistral de Miguel, entendió Indurain que era necesario hacer palanca para voltear el Tour a su favor. “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. La palanca de Arquímides en Lieja. “Él vería que tenía buenas piernas”, apunta Ramontxu con esa naturalidad que impregna lo extraordinario que era Miguel. “No he visto a nadie igual”. Esas dos columnas, ágiles, acompasadas, puro rock and roll, le posaron en Lieja mientras sus perseguidores se desgañitaban en un quimera. En la ciudad belga, Bruyneel, que viaja en el bolsillo de Indurain, -“no le dio ni un solo relevo, pero Miguel nunca se quejó de eso”, estima González Arrieta-, fue el primero en atravesar la línea de meta. Indurain había atravesado la historia. 8 de julio de 1995, Lieja. El día mágico que Indurain colocó la primera piedra de su catedralicia obra: el quinto Tour. “Es que Miguel era Miguel”. Y Lieja su catedral.