bilbao. Iba como van los clasicómanos que en las grandes se transforman en letales cazadores de la gloria efímera: la cabeza gacha, la espalda plana, los brazos recostados sobre la parte vertical del manillar y las manos al aire. Sólo algún breve instante en el que se levantaba sobre los pedales buscando avivar el ritmo, cansino ya por el esfuerzo, alteraba esa pose deliciosa que adoptan los notables y les da rango de esculturas. Tomó Matthew Lloyd, australiano, 26 años, la última curva con una ventaja tan abrupta sobre el segundo, Rubens Bertogliati, el compañero de fuga al que dejó tirado en un ataque pleno de fuerza en Bedizzano, un tercera de asfalto pegadizo robado a las montañas rebosantes de mármol, que parecía inminente su explosión de júbilo. El baile de los triunfantes. 200 metros y no llegaba. 100, y tampoco. 50 y... Entonces sí. Fue tras un vistazo por debajo del sobaco que le confirmó que estaba solo, que ganaba, cuando abandonó la mencionada pose, se levantó, ordenó a la bicicleta que dibujara un quiebro circense, y alzó el brazo derecho. El rostro, pétreo, apenas dibujaba una sonrisa. Más bien fue una mueca, seria, chulesca, la que iluminó la primera gran victoria de su palmarés. Una victoria enorme tras una jornada bellísima, alocada en la lucha por la etapa y marcada por el ascenso final al exigente Spolverina y a Bedizzano, donde se catapultó Lloyd, reventó Bertogliati y los favoritos se reservaron para momentos más propicios. Quizás hoy en Poggio Civitela; seguro que mañana en el Terminillo.