Jose Manuel Irastorza define a Lanestosa como “el último atardecer de Euskal Herria”. Situado en el extremo occidental de Enkarterri, este pequeño municipio, abrazado por fuertes pendientes y atravesado por el río Calera, apenas ocupa 1,31 kilómetros cuadrados. Sin embargo, su reducido tamaño contrasta con una inmensa riqueza dancística y cultural que Irastorza ha estudiado con ahínco y difundido con pasión.
Autor de publicaciones como Lanestosa, su danza y sus danzantes, este experto será reconocido por su labor el próximo 27 de junio en la gala de los IX Esker Onak, organizada por Bizkaiko Dantzarien Biltzarra en el Palacio Euskalduna.
El legado cultural de Lanestosa
Bilbao inaugura junio con un sol resplandeciente que baña la ría en un halo de luz estival. Frente al Teatro Arriaga, Jose Manuel Irastorza espera al equipo de DEIA. Lleva una bolsa de la que extrae dos libros, ambos escritos por él. Uno de ellos —Lanestosa, su danza y sus danzantes— da testimonio de una tradición ancestral y rinde homenaje a quienes, generación tras generación, han mantenido vivo el legado cultural del municipio.
Puede que lo niegue por pudor. Puede que le cueste asumirlo. Pero lo cierto es que Irastorza es una figura clave en la difusión del patrimonio inmaterial de Lanestosa, una labor a la que ha consagrado toda su vida. “Son 60 años de trabajo y voy a cumplir 75. Recojo el reconocimiento con alegría y satisfacción, es bonito”, apunta.
Esas seis décadas de trabajo tienen su origen en una infancia inevitablemente marcada por la tradición cultural de su pueblo —o villa, como él prefiere llamarlo—. Fue a los 15 años cuando empezó a formar parte activa de esa herencia, sumándose a las celebraciones y convirtiéndose, poco a poco, en testigo y custodio de un legado que no ha dejado de estudiar desde entonces.
“Por un imprevisto, un danzante no pudo participar en un acto. Y me sumé. Estuve buscando unos pantalones como loco y me vestí volando, porque había que danzar”, recuerda Irastorza con una sonrisa.
Aquel gesto improvisado marcó el inicio de una implicación que ya no tendría marcha atrás. Primero como dantzari —una etapa que se prolongó durante veinte años— y, después, como investigador, aunque él prefiere hablar de dedicación. Porque lo suyo no es solo estudio, sino compromiso con una memoria colectiva que, sin personas como él, correría el riesgo de diluirse.
Relevo generacional
A Irastorza, como a muchos otros danzantes, le preocupa la cuestión del relevo generacional. Sin chavales que mantengan viva la tradición, el legado se desvanece; se deshace como polvo entre los dedos.
Por eso, impulsó un grupo para enseñar a los benjamines de Lanestosa cómo se vive y se siente el pueblo —¡perdón! Villa— sobre el escenario, en la plaza, en las calles o en cualquier espacio donde la danza tradicional pueda brillar. “Necesitábamos continuidad y futuro, porque habíamos pasado unos añitos… peligrosos”, reconoce Irastorza, con la honestidad que le caracteriza.
Continuidad y futuro son dos cuestiones que Irastorza ha contribuido a asegurar. El grupo de chavales —como él llama a la formación— que levantó sigue en plena forma.
Tanto es así que, según cuenta, cuando él empezó a bailar “costaba encontrar a nueve personas que supiesen hacerlo”. El año pasado, en cambio, la situación era radicalmente distinta: más de 50 personas se reunieron en este rincón de Euskal Herria para danzar. “Que todos estos chavales bailen el día de la fiesta me motiva a seguir en la mecha. Y me enorgullece, porque esto significa que el futuro, más que estar asegurado, es brillante”, afirma.
Tan brillante como el sol que brilla en Bilbao el día en el que servidor recogió estas palabras. Un sol que, como la danza en Lanestosa, no se apaga, sino que encuentra nuevas formas de seguir alumbrando gracias a personas como José Manuel Irastoza, que lleva toda una vida marcando el compás