El tema de la Pasiguería me apasiona. Estos vecinos con los que coincidimos algunas veces al hacer cumbres en Cantabria son especialmente interesantes en sus usos y costumbres y ya les hemos dedicado en esta sección de DEIA de Historias Montañeras un par de artículos. Volvimos al lugar y nuestro primer objetivo fue hacer la cumbre de Tiñones a la que se accede desde el portillo de la Sía y que tiene 1.445 metros de altitud. Se sitúa al este y también lo llaman El Moruco. En paralelo y subiéndose desde el mismo lugar se encuentra la cima de La Rasa, con 1.518 metros. Dos horas nos costó llegar a la cumbre y nos penó el impacto visual de dos líneas de molinos de aerogeneradores en ambos collados.

Pero el sentido del viaje verdaderamente era entrevistar a Antonio, un pasiego con el que hemos estado en varias ocasiones y que nos engatusó con su sabiduría, sencillez y la dirección de sus comentarios. El año pasado le prometimos un artículo en estas páginas y la palabra de vasco se hace realidad.

Y ustedes se preguntarán, ¿pero quién es el tal Antonio? Les empezaré diciendo que se apellida Fernández Cobo y que el 11 de mayo del presente año nos citamos en un lugar tan curioso como la parada de autobús de Llerana, una aldea montañosa perteneciente al municipio de Saro. Estaba lloviendo y allí nos guarecimos; era sábado a la tarde. Me acompañaba Koldo Zuloaga, repitiendo por tercera vez expedición montañero-etnográfica a la Vega de Pas. Fuimos los tres a la cabaña donde nació Antonio allá por el 1935, en Esles. No tiene nombre y la llaman casa. En ella también nacieron cinco hermanos. Distante del pueblo a casi 2 kilómetros, obviamente los niños bajaban y subían andando a la escuela a diario. Lo hacían por un sendero; no había camino como hoy día.

La borda, como nuestros caseríos, en la parte baja guardaba a los animales y la parte superior disponía de tres habitaciones y cocina, y en lo más alto estaba el pajar. Además, sembraban maíz. Con los panojos [mazorcas de maíz] liaban cuarterones para fumar. También hacían tortas de maíz –nuestros talos– y sus padres iban hasta Espinosa de los Monteros con los burros para comprar harina de trigo. Tardaban dos días.

Santuario mariano de Nuestra Señora de Valvanuz, en Selaya.

Le pregunto a Antonio si hay muchos montañeros por la zona y me dice que no, ninguno, asevera; tampoco hace 30 años. Es más, él no ha ido al monte nunca en lo que a montañismo como deporte o disfrute se refiere. No conoce Picos de Europa. Esta es la dicotomía del que ha nacido y vive sobre el terreno.

El lugar de su chabola es bucólico donde los haya. Ruido de cencerros y campiñas con desniveles importantes moteados por brañas y árboles preciosos. Estudió hasta los 14 años en las escuelas públicas y luego un párroco les daba, junto a dos chicas, clases particulares durante año y medio. De esto guarda buenos recuerdos. A su vez, cuidaba las ovejas de la casa. Tenía 15 añitos. Y ya algo más mayor empezó a cuidar de las vacas hasta que se jubiló, sin dejar un solo día de atenderlas. Vendía la leche que él mismo ordeñaba de las ubres de sus vacas pasiegas. “Llevo 23 años sin ellas” remata mientras mantiene la mirada.

Museo del sobao en Selaya

Aprovechamos el viaje para conocer ese precioso museo con una visita guiada al templo mundial de los sobaos (8 euros con degustación incluida). Tuvimos la suerte de que José Manuel Carral Sainz, de la casa, nos contara al detalle la historia de este producto mágico y esponjoso que untamos en el café al desayunar y lo absorbe para decantártelo en la garganta. Una maravilla de la repostería, sin duda alguna.

José Manuel Corral Sainz y su tía, María Ángeles Sainz García.

Koldo Zuloaga, mi compañero de cordada, es de Retuerto. En su vida profesional es director de Conservas Arlequín (Santoña) y da la casualidad de que durante la citada visita le reconocieron los dueños de la empresa Joselín debido a que han estado juntos en infinidad de ferias culinarias por todo el Estado español. María Ángeles Sainz García, quien estaba dirigiendo un cursillo para aprender a hacer mantecadas, vino a saludarnos luciendo un precioso y gran gorro rojo.

En la planta primera del gigantesco almacén, cafetería y fábrica, el lugar musealizado está expuesto con mucho gusto. Nos encantó. Una mezcla entre historia y etnografía que, contada por José Manuel, hace del momento un tiempo de aprendizaje, muy instructivo, con la aportación de multitud de datos de los que destaco la cita que hizo sobre el paisaje antrópico mutilando el territorio desde hace 500 años para ganar pastos para las vacas. Otro dato fue el del color amarillo aplicado a la mantequilla, que es zanahoria. Desde la zona museística que abrieron en 2018 se ve el obrador a los pies, limpio, impoluto, que refleja todo como el oro. Muy recomendable visita.