Despliega un juego de café sobre la mesita de la sala y una amplia sonrisa. A sus 69 años, su aspecto es jovial. La procesión va por dentro. Osteoporosis de riesgo, artrosis, sendas operaciones del túnel carpiano, vértigos... “Psicológica y físicamente estoy agotada. Son 35 años de pelea. Mi hijo habla, pero es dependiente total”, expone Irene Zabala, madre de Erlantz, mientras este, con una gran discapacidad, se entretiene con el ordenador y el móvil en su cuarto. “Le tengo que poner horarios. Si no, está todo el día. Al final terminas discutiendo o le amenazas con castigarle, pero ya no tiene edad de que le castigue. Es una situación difícil”, confiesa esta bilbaina.
En vez de una nube de leche sobre el café, llueven lágrimas de impotencia sobre sus mejillas. El “desgaste” de haber criado a cinco hijos sola le ha pasado factura. “Estoy muy cascada porque he trabajado mucho. De paseo con Erlantz ya no quiero salir porque con los vértigos igual pierdo el equilibrio. No lloro por dar pena, pero es que no puedo sacarle. No puede disfrutar conmigo y eso me pone mala porque antes salíamos mucho, le bajaba a fiestas y ya no puedo”, lamenta. Su desesperación está justificada porque Erlantz “no controla bien los semáforos y no puede salir solo”, por lo que, se duele su madre, “mi situación a él también le perjudica”.
Ambos coinciden en que la solución a casi todos sus males sería una plaza de residencia permanente para Erlantz. “Me urge porque nuestra salud se va deteriorando. Aparte, él también quiere ser más independiente y no estar tan pegado a mí”, asegura Irene. Su hijo lo corrobora en su habitación, donde cuelgan sus “cositas”: una pintura de un árbol, un globo hecho con botones... “Se porta bien, porque alguno se pone agresivo, pero los dos necesitamos lo que pedimos”, suplica Irene, que no lo quiere llevar a “una residencia de mayores”.
“Psicológica y físicamente estoy agotada. Son 35 años de pelea. Habla, pero no puede ayudar en nada”
La vida de Irene ha sido “muy dura”. Tras tener dos hijas, dio a luz a trillizos. “Dos chicas y Erlantz. Nacieron de siete meses y él fue el que peor estuvo en la incubadora. Tiene parálisis cerebral y un 75% de discapacidad”, detalla. Cuando no está en el centro de día, su hijo pasa el rato inmerso en las pantallas o “escribiendo frases bonitas sobre la amistad”. “Me gustaría hacer trabajos con el ordenador”, afirma Erlantz. Poco más puede aportar. “Lo único que hace es meterse la ropa tumbado en la cama. Luego se la subo yo”, aclara Irene. A Erlantz la operación vestirse le lleva una hora, que su madre aprovecha para asearse y pasar la mopa. “Tengo que levantarme a las seis porque le recogen a las ocho, pero quiero que siga vistiéndose porque le beneficia”, explica.
Dice Irene que las madres cuidadoras de grandes dependientes están “atadas” y que, para poder hacer algún plan con amigas, tiene que coincidir en alguna quincena de respiro. “No tenemos vida propia. Yo he tenido que renunciar a trabajar asegurada. Cuando iban al colegio, yo iba a limpiar casas, y los fines de semana, a un restaurante. Ahora no tengo jubilación. Vivo con lo de hijo a cargo”, cuenta.
El centro de día, alguna sesión de rehabilitación, el ocio... “Todo lo que tenemos de ellos es pagando. Si queremos que disfruten de vacaciones, nueve días son 590 euros. Todo el mundo no se lo puede permitir”, señala Irene, que mira amorosamente a su hijo. “Es buena persona. Entiende que él depende de mí, pero que me tiene que ayudar no haciéndome enfadar por el móvil”. “¿Ya ayudas a tu madre?”. Erlantz se ríe. “Te tengo que limpiar los dientes”, dice ella.
“Si yo caigo, ¿quién se hace cargo?”
Mikel acaba de llegar del centro de día a su domicilio, en Bilbao, y no hay visitas que valgan. Lo primero es lo primero. Toca vaciarle la bolsa de la orina. Se encarga su padre, José Manuel, que tiene 86 años y unas cuantas patologías, mientras su esposa, Maite Zorroza, de 83, se sincera en la cocina. “Una gran dependencia cambia la vida a todo el mundo, a los padres y, sobre todo, a él, que tuvo que dejar a los amigos, los hobbies, todo”, avanza esta mujer, que no se puede permitir ni enfermar. “Mi marido está peor que yo. Tiro para adelante porque si yo caigo, ¿quién se hace cargo?”.
Mikel fue un niño “sano y revoltoso”, practicaba remo y balonmano y quería dedicarse a la hostelería, pero a los 17 años sus sueños se empezaron a resquebrajar. “Noté que andaba raro y lo llevé a un traumatólogo. Me dijo que tenía una enfermedad neurológica”, recuerda Maite. Tardaron años en ponerle nombre, “paraparesia espástica familiar complicada con ataxia sensitiva y neuropatía axonal”. En la práctica, su hijo vive postrado en una silla de ruedas, esboza palabras con mucha dificultad y sus manos ya no atinan a manejar el móvil. “Le tenemos que ayudar para todo, le doy de comer a la boca, hay que vestirle, no se pone de pie, le cuesta hablar... Cada vez está peor y son más cosas”, se resigna Maite.
“Mikel pregunta qué va a ser de él y yo no le puedo decir a mi hija: Olvídate de tu vida y atiende a tu hermano”
Sin embargo, la cabeza de Mikel, aun ladeada, sigue en funcionamiento y, a sus 47 años, se pregunta por su futuro. “Hemos solicitado una residencia porque Mikel estaba muy nervioso. Nos veía que cada vez íbamos bajando y decía: Cuando mis padres se mueran, ¿qué va a ser de mí?”. Esa es la misma preocupación que le quita el sueño a Maite. “Tenemos una edad muy alta los dos y no le puedo decir a mi hija, que tiene una carrera y vive en Madrid: Olvídate de tu vida y atiende a tu hermano”. A día de hoy, dice, tienen la papeleta sin resolver. “Lo único que me ofrecían era Gallarta, que es un geriátrico, pero ¿cómo vas a meter ahí a un chico joven? Si no, a Santurtzi, al Hospital San Juan de Dios, pero mi hijo no está encamado. Allí si la familia no puede ir, de vez en cuando va algún voluntario y los saca un poquito alrededor. ¿Tú te crees que ese plan es para la gente joven? Estamos completamente desatendidas”, denuncia en nombre de las mujeres cuidadoras. “Hacemos unos esfuerzos terribles. Si estamos estudiando o trabajando, tenemos que dejar de hacerlo. Tu proyecto de vida se corta”, lamenta Maite, que terminó Música y trabajó de secretaria antes de entregarse en cuerpo y alma a los cuidados de su madre, con Alzheimer, y su hijo. “Me quedó una ansiedad y una depresión y sigo tomando pastillas. Se me fue la vida al traste”, confiesa.
Aunque una gran sonrisa ilumina el rostro de Mikel, también su vida, afirma apenada Maite, es “muy triste”. “Siempre sale conmigo, no tiene amigos, no tiene nada. Desde que ya no pudo montar en coche, se quedó aislado. Jugaba al billar, tiene copas y todo, pero ya no le sujetaban las piernas”. Y en eso ha consistido su existencia, en ir diciendo adiós al empleo que logró tras estudiar electrónica, a la lectura, a sus estudios de euskera... “Dos días viene un fisio a casa, aunque sigue perdiendo”, constata. Lo que aún conserva intacta es su afición por el Athletic y el club de remo Urdaibai.
Mikel ha vivido en los apartamentos con apoyo de Etxegoki de forma temporal, cuando operaron a Maite de las rodillas o cambiaron el ascensor en su portal, pero no puede optar a ellos “porque son para personas con vida independiente. Qué más quisiera yo que tuviera independencia”, sueña en alto Maite, que vuelca todo su “cariño hacia él para verle feliz y que disfrute con algo”. “Cuando mi marido se enfada, le digo: No te enfades, que nosotros somos mayores, pero él es joven y fíjate el panorama que tiene si faltamos. Qué panorama”.