LAS únicas cosas que Estados Unidos ha dado al mundo son los rascacielos, el jazz y los cócteles, dijo el poeta Federico García Lorca tras visitar la portentosa ciudad de Nueva York. Alguno intuición tuvo, si se tiene en cuenta que desde la Gran Manzana, llega a Bilbao Dimitry Baevsky, saxofonista ruso formado con el maestro Gennady Goldstein en el Conservatorio de San Petersburgo, su ciudad natal, y, posteriormente, en la prestigiosa New School University de Nueva York, donde ha grabado y tocado con músicos de la talla de Peter Washington, Willie Jones III, Harry Allen o Peter Bernstein entre otros. Dimitry, hoy por asentado en París, se trajo de aquel Estados Unidos de ritmos trepidantes o cadenciosos, según el estado de ánimo de los instrumentistas, un viejo y sabio consejo de Charlie Parker, quizás el mejor. “No toques el saxofón. Deja que él te toque a ti”, dijo el hijo de Kansas City al que le apodaron The Bird por su habilidad con el saxo y el swing del jazz y que se coronó como uno de los ases del repóquer del jazz junto a Louis Armstrong, Duke Ellington, John Coltrane y Miles Davis.
Dimitry tocó ayer en la Biblioteca de Bidebarrieta de Bilbao como si fuese un catedrático del jazz al frente de su banda, la Dimitry Baevsky Quartet en la que le acompañaron, para la ocasión Joan Monné, al piano; Ignasi González, enredado en el contrabajo, y Jo Krause, en los reinos de la batería.
Definamos el contexto. La Dimitry Baevsky Quartet llegó hasta un escenario digno de catedráticos merced al empeño de la decimonovena edición de Bilbao Distrito Jazz, uno de los programas de música decanos de la villa, organizado en colaboración con la Bilbaína Jazz Club en cuyo nombre acudió ayer Gorka Reino, que acerca a los barrios conciertos gratuitos de pequeño formato con artistas de referencia nacional e internacional, dejando además un espacio para jóvenes promesas del jazz loca. Fue todo un espectáculo, tan sugerente y atractivo que minutos antes de que comenzase el concierto se cerraron las puertas del salón de actos de la biblioteca. No cabía un alma en el patio de butacas pese a que de vísperas la Bilbaína Jazz Club ya había invitado a Dimitry y los suyos a tocar en el hotel Conde Duque, allá a la altura del 22 de Campo de Volantín.
Ya antes de que se abriesen las puertas, las escalinatas de mármol que dan acceso a la sala estaban atestadas de melómanos. Allí se daban cita Carlos García, alias Tato, Amaia Agirrezabal, Mohamed Ali, quien habrá escuchado una y mil veces el chiste de su comparación con Cassius Clay; Imanol Arako, Paula Menoyo, Federica Bravo, Nuno Carvalho, Lorea Pérez de Albéniz, Taryn Pizarro Grammelstorff, Irma Ferro, el pequeño Jon Quintana, Elena Agirrezabal, Inmaculada Gómez, Alfredo Arenaza, Ruth Márquez, Miguel Atutxa, que no guarda parentesco alguno por el hombre ligado al hotel Carlton; Iñaki Esnaola, Gloria Martínez, Yolanda Hierro, Iskander Goikoetxea, Idoia Palacios, Ainara García, Jon Ugarte y mucha otra gente amante de la vieja música de alma negra, sublimada en los bares de Nueva Orleans.
Qué razón llevaba el viejo instrumentista Steve Lacy cuando dijo que, allá en los años 30 del pasado siglo, que “el jazz es como el vino. Cuando es nuevo, es solo para expertos; pero cuando envejece, todo el mundo lo quiere”. No lo pregunté pero es casi seguro que hubiesen firmado debajo Anabel Gorroño, Patxi Martínez, Ana Astobiza, María Isabel Ortiz del Río, Iñigo Iturriaga, Andoni Erdozain, Maite Fernández, Izaskun Bernaola, Agurtzane Igartua, Andoni Bilbao, Elena Fernández, José María Azkarate y así toda una legión de seguidores de una música que tanto recuerda al arte de vivir. No por nada se dice de este estilo que es mejor cuanto más se improvisa y no les falta razón a los apóstoles que lo predican.