SI Marcelina Elezgarai levantara la cabeza se llevaría un gran disgusto. La Busturiana, el comercio que ella creó en 1890 en la calle Hernani, está a punto de cerrar. Pío González y Mari López, el matrimonio que lo ha explotado durante los últimos trece años, no puede más. "No sacamos ni para pagar la luz", dice Mari, "y hay días que sólo vendo medio kilo de lentejas, o sea, que hago 1,30 euros de caja", apostilla Pío. Así que desde hace quince días han puesto en el escaparate el cartel de Se vende. Hasta el momento únicamente se les ha acercado una pareja interesándose por el local. Son conscientes de que no es el mejor momento para llevar a cabo una operación inmobiliaria, pero no les queda más remedio. Confían todavía en el milagro.
"Esto lo tendrían que coger los chinos, que pagan a tocateja", dice Mari. Mientras tanto pasan las horas y los días aburridos esperando a que algún cliente entre en la tienda. "Es una pena, pero en un año el negocio ha caído en picado", señala Pío. La crisis y el cambio de costumbres culinarias han herido de muerte una tienda que durante muchos años ha sido una referencia en Bilbao y en el resto del Estado en la venta de bacalao.
La compra
Pío conoce muy bien el negocio que un buen día decidió comprárselo a los herederos de Marcelina Elezgarai. Entró con veinte años en la tienda como "repartidor" de los pedidos. No se acuerda muy bien, pero cree que logró el empleo por mediación de un cuñado. Antes de entrar en La Busturiana, Pío ya estaba rodado en el mundo del trabajo. Con sólo 14 años comenzó como calderero en un taller en La Peña, pero una operación de un injerto en una muñeca le obligó a cambiar de oficio. Se puso a trabajar en un bar de Portugalete, y fue entonces cuando le surgió la oferta de La Busturiana.
Durante un tiempo compaginó los dos trabajos, por las mañanas repartía bacalao y por las tardes servía vinos. Recuerda con nostalgia que "en aquella época solía llevar hasta 260 kilos de bacalao al comedor de astilleros Euskalduna". Mientras él se recorría las calles de Bilbao repartiendo bacalao por bares y domicilios, en la tienda había cuatro personas atendiendo, "dos para cortar y dos para servir". Años después, le ofrecieron ocupar el puesto que dejaba, por jubilación, uno de los cortadores. Y allí se quedó. Así hasta que en el año 2001 la última responsable de la tienda, Begoña Amezua, descendiente de la fundadora, optó por dejar el negocio ya que su marido se había jubilado. "Entonces lo cogí yo", dice Pío. "¿Qué iba a hacer yo con casi 50 años?, se pregunta en voz alta. Para ello tuvo que comprarle el local a los herederos de Marcelina.
Cazuelas
De esos primeros años en los que se convirtió en dueño de la tienda recuerda que "la cosa chutaba". "Por lo menos para salir adelante", dice su mujer, Mari. El negocio se mantenía gracias al trabajo del matrimonio y a la ayuda de su hija Sarai, que se encargaba de repartir los pedidos. Pero el "bajón", según explican ellos, "comenzaba a sentirse". Quizá por ello, Pío se lanzó a preparar exquisitas cazuelas de bacalao al pilpil, volviendo de esa forma a los orígenes de La Busturiana, que en sus buenos tiempos llegó a tener tienda y un "restaurante de categoría". Todavía sigue haciéndolo, aunque de encargo "y con tres días de antelación", dice. Pero la crisis no perdona ni a los comercios con solera.
"Hace tres años ya la empezamos a notar", dice Mari, "pero en este último año nos ha venido de golpe". Tanto es así que han decidido vender el negocio. "Es más lo que tenemos que pagar que lo que sacamos", resume Mari. "De luz pagamos 1.000 euros al mes; de autónomos, 600; de agua y basura, 500; y luego el género, el seguro... y de ventas ni te hablo", continúa diciendo Mari.
"Hace unos pocos días", cuenta Pío, "cuando llegué a casa me preguntó mi mujer: ¿qué tal el día?, y le conteste: hoy sólo he vendido medio kilo de lentejas". Así que es normal que Mari le vea a Pío "muy desanimado, muy bajo de moral". Aunque tampoco el futuro es halagüeño para él. Tiene 59 años y, a pesar de haber estado cotizando toda su vida como autónomo, no tiene derecho a prejubilarse.
"Por meses, no puedo", dice. Da igual, Pío quiere acabar con esta historia. No soporta estar todo el día viendo pasar a gente por la calle Hernani. "Ya no hay clientes", dice Mari, "porque la juventud no cocina bacalao y los mayores se van muriendo". También han notado la disminución de la demanda de los restaurantes porque, según Pío, "cada cocinero tiene su representante y éstos eligen a su proveedores". Sea por lo sea, Pío y Mari dejan de cortar el bacalao.