Bea Unzueta es pura fibra. No para quieta. Tampoco calla. Habla sin descanso de la cestería, el oficio que ha heredado de su padre y de su abuelo. Bea es de las pocas cesteras que quedan en el País Vasco y está dispuesta a mantener la tradición. Pero lo hace por vocación. Disfruta con su trabajo en el viejo taller de Durango que hasta hace poco compartía con su padre, el reconocido Juanito. De las manos callosas de Bea salen cestas de castaño para coger perretxikos, cedazos para pescar angulas o los asto otzarak que llevan los burros. Todo lo que produce son auténticas obras de arte. Lo mismo que las reparaciones de sillas, faceta que ha incorporado al negocio desde hace tiempo para poder mantenerse. Le da pena que nadie quiera ser cestero porque "esto ha formado parte de nuestra historia".

Bea reconoce que siempre ha tenido "inquietudes artísticas". Por eso, a los 16 años inició un periplo formativo por diferentes capitales españolas. Fue a estudiar Artes Aplicadas y Oficios Artísticos a Logroño y posteriormente recaló en Sevilla para realizar un taller de piedra. "Allí me especialicé en modelado y vaciado de piedra de escultura", señala. Vitoria-Gasteiz, donde hizo un curso de restauración de carpintería, fue su última parada antes de incorporarse al mundo del trabajo. Realizó todos esos cursos pensando que algún día podría incorporarse a la carrera de Bellas Artes, "que era mi ideal", confiesa. Pero no fue así. Con 21 años se puso a trabajar en el negocio familiar. Un negocio cuyos orígenes hay que situarlos en Melchor Unzueta, el primer cestero de la saga. "Mi abuelo era de Orozketa, pero se fue a vivir a Garai tras casarse, y allí comenzó a hacer cestos", cuenta. "Con la llegada de la industria vio que había un nicho de mercado, así que se profesionalizó, convirtió la cestería en una profesión ya que hasta ese momento los cestos se hacían en el caserío para uso propio", recuerda. Melchor, que tuvo una buena prole, acabó instalándose en Durango. Y uno de los muchos hijos, Juanito, que no quiso entrar a trabajar en las fábricas, como sus hermanos, siguió con la cestería. Para dar salida a la producción abrió una tienda en el Casco Viejo de Durango, y allí despachaba Bea. "Comercializábamos lo que hacía mi padre y también vendíamos mueble rústico", dice. Luego ampliaron el negocio. Abrieron otra tienda en la que vendían "lo que se fabricaba fuera, bien de bambú o de mimbre". Pero ese comercio terminaron por cerrarlo. Actualmente sólo tienen el del Casco Viejo. Pero Bea ya no está de cara al público. Prefiere estar en la retaguardia. En el taller donde su padre ha producido la mayor parte de las cestas que se han utilizado en Durangaldea.

Castaño

Durante años, Bea solo entraba al taller para echar una mano a su padre en momentos puntuales ocasionados por una mayor carga de trabajo. "Pero a mí siempre me gustaba", dice. Disfrutaba como ahora, domesticando el castaño con sus manos. Así hasta que su padre, próximo a cumplir los 90 años, fue cediendo terreno en las labores artesanales. Desde hace tiempo es Bea quien se ocupa del taller. En un reducido espacio de los bajos de la casa familiar, ubicada en la calle Larrasoloeta, Bea elabora cestos de todo tipo. Desde los que sirven como paneras de mesa hasta los destinados al trabajo del caserío de recogida de manzana o de hierba. "Tenemos clientela", señala Bea, "porque todavía hay alguna actividad en el campo, pero la mayor parte de los pedidos son cestas para seteros o exposiciones, aunque últimamente se están poniendo de moda los asto otzarak, los cestos que se les cuelgan a los burros".

Sillas

Pero consciente de que con los cestos no era suficiente, Bea se lanzó hace años a reparar sillas. Otro trabajo que ha convertido en arte. Le llegan encargos de muchos puntos de Bizkaia porque saben que Bea es capaz de devolver el esplendor a sillas que han sido verdaderas reliquias. "Arreglo todo tipo de sillas", dice, "de enea, de rejilla, de bambú, de cordón, y de lo que menos de castaño, porque son tan fuertes que no se rompen". Para ello también se ha cultivado. Ha hecho cursillos hasta de carpintería para poder llevar a cabo la restauración completa de la silla. También ha descubierto internet, "donde hay un mundo, sobre todo en Estados Unidos, Francia e Inglaterra, sobre el arte de reparar sillas". Y todo lo hace así porque le encanta su trabajo. "Es mi hobby", confiesa. Por eso no le importa estar todo el día trabajando. "Como vivo arriba del taller", dice, "hay veces que llevo el trabajo a la cocina". A sus 49 años sigue fiel a la tradición familiar. Lo que no sabe es si sus dos hijos, ahora pequeños, harán lo mismo.