Miguel, de crío, no estaba para fiestas
Tres vecinos de Bilbao 'descongelan' las navidades de su infancia, que huelen a sopa, callos y hojalata
Bilbao
Con una caja de zapatos, cuatro ruedas de cartón y dos clavos se fabricaba un carro. Con papel, trapos y cuerda, un balón. Miguel Ruiz se lo cuenta ahora a sus nietos, que "lo tienen todo", y se ríen de él. "Aitite, tú estás mal. Que no puede ser, ¿no?". Pero vaya que sí era. "Si es que se pasaba hambre...", dice. Y con el estómago vacío no está uno para fiestas. Ni siquiera navideñas. "No había para comer y no te ibas a poner a gastar en decoraciones para el balcón o las ventanas, como ahora. Esto es una barbaridad, un lujo", asegura, a sus 81 años.
Hijo de madre soltera, este bilbaino se crió, como tantos, con unos tíos y una abuela. Sin posibles ni demasiado fervor, las navidades apenas dejaron poso en su infancia. "En casa de los obreros eran todos los días igual, de casa al trabajo y del trabajo a casa. No había las cosas que hay ahora. Donde rezaban mucho era en las casas de los ricos para pedir más riqueza a Dios. Los pobres bastante teníamos con pensar en cómo comer", afirma.
El menú, pese a las fechas, no era para echar cohetes ni enarbolar bengalas. "Un poco de sopa y un poco de berza o coliflor, cuando era un día muy especial, porque entonces era un lujo. Un poco de carne de lo que fuera y no había más, porque ¿quién compraba un conejo? El conejo y los capones costaban un ojo de la cara y la yema del otro. A ver qué obrero los compraba. Y luego una naranja, cuando había". Los turrones, ni de oídas. "No había dinero. Un oficial de primera venía a cobrar 11 o 12 pesetas a la semana. ¡Como para comprar nada!". A falta de repostería, una tía suya horneaba unas pequeñas tortitas, parecidas a los polvorones. Para brindar, vino y una copita de anís de garrafón, pero eso ya cuando tenía 14 años. Justo la edad a la que empezó a trabajar como hojalatero.
En casa de Miguel tenían un gramófono, "pero se rompía la cuerda cada dos por tres", así que la animación musical corría a cargo de sus gargantas. En su repertorio no había peces bebiendo en el río, ni borriquitos camino de Belén. "Se cantaban bilbainadas y alguna ranchera de Pedro Infante y Jorge Negrete, que aquí gustaban mucho. Alguna jota también. Eso de los villancicos fue después", detalla. Los sábados se apostaban frente a alguna radio para oír Fiesta en el aire, "que lo daban desde Madrid de once de la noche a una". Compartir velada con los vecinos era habitual. "Pasaban a tu casa o ibas tú a la suya. Con 15 años solíamos ir todos a casa de un amigo y allí la armábamos, jugábamos a las cartas, a las siete y media o a la treinta y una".
La noche de fin de año, más de lo mismo. Ni campanadas ni uvas que valgan. "Alguna vez hacían algún festejo en El Arenal, tocaba la banda o alguna puñeta. Yo bajé tres veces, ya mayorcito, y jamás vi nada. Lo único que podíamos hacer, si teníamos una pela, era comprar churros. Lo demás, íbamos a casa de uno o de otro y lo celebrábamos cantando o como se pudiera", relata. Y como se podía era con cuentagotas. "En Bilbao pasamos mucho. Teníamos un gobernador, el cien gramitos, Genaro Riestra, que era de lo peor que había. Aquel nos daba cien gramitos de arroz al mes y un cuarto de litro de aceite".
A Miguel le preguntan por los regalos de Reyes y sonríe. "¿Reyes? ¡Buenooo...! Los primeros que tuve fueron un roscón pequeñito y una carretilla de hojalata. Me pilló una señora, a la que no conocía de nada, en La Casilla y me los dio. Me los encontré de sorpresa. Tendría siete u ocho años", recuerda. La carreta, como llovida del cielo, le duró unos cuantos años. "Fue el juguete de mi infancia, no había más".
Acostumbrado a pasar estrecheces, Miguel se echa las manos a la cabeza cuando ve el "despilfarro" de las actuales fiestas o lo pronto que consiguen todo los chavales. "Tengo siete nietos y ¿con 18 años ya un coche? Yo tenía casi 35 años cuando pude comprarme uno a plazos y de segunda mano. Y para formar un hogar dime tú, que nos casamos la mujer y yo con el cielo y la tierra".
El sentido religioso de las Navidades, dice, también se ha ido diluyendo con el tiempo. "Aquí la gente está a la fiesta, a la chufla. Del niño Jesús no se acuerda casi nadie y entonces nos acordábamos porque nos lo metían en la escuela y en la iglesia, aunque luego no se hacía caso".
Padre de cinco hijos, abuelo de siete nietos y dueño de una gata, Miguel compara las celebraciones de antaño con las de ahora y prefiere dar marcha atrás. "Habría que volver a lo de antes. Esto es por demás, que si sala de fiestas, que si el folclore de fin de año, que si el gorrito... Un poquitín de lo que pasamos nosotros me gustaría que pasaran estos, solo un poquitín, para que probasen lo que es bueno".
Su primer aguinaldo, para regalos
Lázaro, rey mago a los 14 años
"Mi vida ha sido totalmente diferente a la de Miguel". Tras el aviso, Lázaro del Amo, se zambulle a sus 70 años en las navidades de su infancia, empapadas de entrañables recuerdos. Los primeros que salen a flote activan la pituitaria. "Como yo era el mayor, acompañaba a mi madre a comprar callos en el Mercado de la Ribera. Era un plato exquisito para nosotros. Aquel día nos poníamos morados", confiesa y se recrea, como si aún saboreara cada ingrediente, en la receta. "Compraba dos kilos de callos y una pata de buey y lo cocía todo junto, con pimiento choricero y chorizo. Al día siguiente ponía coliflor o garbanzos en vigilia. Los compraba a granel en Gregorio Martín, en Artecalle. Un kilo costaba tres pesetas". Un tío suyo que trabajaba en la Alhóndiga les llevaba un par de botijos de vino, el de La Peña, que regentaba un par de ultramarinos, siempre les daba "cosas para comer" y la tía Guillermina les hacía rosquillas y polvorones. "Hambre no pasábamos. Mi madre iba a trabajar a una casa y lo que le daban a la pobre de merendar, chocolate o lo que sea, nos lo daba a nosotros", recuerda.
Como compartían techo con otras dos familias, todos celebraban las fiestas juntos. "Mis padres vivían en una habitación con algún hermano que nacía y en la de al lado estábamos los otros hermanos. Teníamos derecho a cocina de leña y carbón", señala Lázaro, que con once años entró de monaguillo a la iglesia de San Nicolás. "Ganaba 50 pesetas al mes y alguna propina que sacaba. Para mi madre era el oro y el moro". A los 14 años empezó a trabajar en el Banco de Bilbao y allí recibió su primer aguinaldo. "Un día, víspera de Reyes, me llamó el jefe al despacho y yo, que era un crío, fui asustado: ¿Qué quiere, don Félix? Me dice: Toma, que te lo mereces. Me dio 500 pesetas de hace 55 años. Me pareció un mundo, fue una ilusión muy grande. Mi madre daba brincos. Compró reyes para todos, hasta una cartera para mi padre y un vestido para ella". Un trenecito de madera, una carretilla de chapa, una muñeca, un yoyó... Lázaro y sus hermanos siempre tenían algún regalito que su madre compraba a "los jugueteros que se ponían bajo los arcos de La Ribera".
Como eran "mucho de iglesia", rezaban siempre antes de comer, los mayores iban con su padre a la Misa del Gallo y cantaban villancicos. A veces echaban "un céntimo o dos a una radio que había para que tocase música media hora" o se entretenían jugando al parchís o las cartas. También ponían un belén de figuritas de madera y su padre cogía el musgo de las laderas de Artxanda. "Todavía siento que es una ceremonia muy especial del nacimiento de Cristo, aunque se ha perdido mucho ese espíritu. Esos cotillones y todo eso no los entiendo porque tristemente antes hay muchas cosas que solucionar. La gente tiene derecho a divertirse, pero sin despilfarrar. A mí eso no me entra en la cabeza", insiste.
A Concepción Ferrero, sin embargo, el único exceso que le preocupa es el que cometen "los chavales que están por ahí a la noche bebiendo y lo que no es beber". Por lo demás, ella misma está disfrutando ahora, a sus 79 años, de unas fiestas que en su infancia vio pasar de largo. "Cuando yo era niña casi ni se celebraban. No se podía", dice esta gallega, hija de madre soltera, que se crió con sus abuelos. Y eso que su tío, que trabajaba en el puerto de A Coruña, les solía mandar "un paquete con comida y bacalao". Afincada en Bilbao desde hace 56 años, Concepción se resiste a mirar atrás. "Era una cría y ya ni me acuerdo. He hecho por olvidar... Con 12 años cuidaba el ganado y me quedaba dormida entre las zarzas. Así es la vida, hija. Luego decimos de ahora, pero lo que hemos pasado...".
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