VAlle de aiala
Mientras charla con ella, Roberto acaricia el rostro y las manos de Emeteria como si fuera su madre o alguno de sus cuatro hijos. Pero no. No tiene ningún vínculo familiar con ella. Emeteria es una paciente a la que atiende con el cariño propio de un médico de pueblo, a la antigua usanza. Roberto se ha acercado hasta el caserío de los Mendibil, en Aguiñiga, una pequeña localidad del valle de Aiala, para controlar el estado de salud de Emeteria, una mujer de 85 años postrada en la cama por una dolorosa osteoporosis. Tras despedirse de ella con unas palabras de ánimo, Roberto vuelve al dispensario de Respaldiza, su centro de trabajo, para ponerse la bata blanca y pasar consulta. Lo hará utilizando la misma técnica que con Emeteria porque para él ser médico de familia en un entorno rural es ser "médico especialista en seres humanos, en personas". Por eso Roberto González, nacido en Sodupe hace 43 años, es más que un médico. Es el confesor del pueblo al que los vecinos acuden en busca de consejo y ayuda.
Han pasado unos minutos de las dos de la tarde. En el interior del nuevo y moderno centro médico de Respaldiza se está muy bien. Hace calorcito. En el exterior, mucho frío. El día es gris, lo que resta belleza al impresionante valle de Aiala. Pero, por lo menos, no nieva. Roberto mete en el maletín de cuero clásico que le regalaron cuando finalizó la carrera los utensilios necesarios para pasar consulta a Emeteria en su domicilio. "Son visitas de control que hago periódicamente para ver cómo evolucionan los pacientes, en su mayoría personas mayores", comenta Roberto mientras arranca el coche para enfilar hacia Aguiñiga, a unos diez kilómetros de Respaldiza. "En este caso", prosigue, "se trata de una mujer que padece una osteoporosis, y lo que hago es mantener un tratamiento para aliviarle el dolor". Bajo la esbelta Sierra Salvada, en un caserío protegido por los montes Ungino y Tologorri, que están nevados, le recibe Nekane, la nuera de Emeteria. Roberto siempre es bien recibido. Le conocen hasta los perros, que ni siquiera le ladran. En el primer piso, en un pequeño cuarto, frío y húmedo, se encuentra Emeteria. Roberto se sienta en la cama, a su lado. Lo primero que hace es cogerle las manos. No se las suelta mientras le pregunta en voz alta sobre su estado de salud. Emeteria le responde quejosa, pero con claridad, porque a sus 85 años, ya para 86, tiene la cabeza lúcida. A continuación le practica una pequeña prueba para conocer el nivel de azúcar en sangre. "Solo es un pinchacito, me dice si le duele", le advierte Roberto. Pero Emeteria no dice ni mu. Se ve que es una mujer dura, producto de haber trabajado toda su vida en el campo. "Por eso está así", dice su hijo Jesús, "los huesos no perdonan". Hechas las pruebas, el médico le comenta a Nekane el tratamiento a seguir, es decir, las dosis de los medicamentos. Y sin más, se despide dándole ánimos a una mujer que volverá a ver, si no hay complicaciones, en una semana o diez días.
REspaldiza
Dispensario
En el trayecto de vuelta al dispensario, Roberto reflexiona sobre su trabajo. "Visitar a los pacientes en su entorno", dice, "es muy enriquecedor porque te da mucha información para luego poder prescribir". No es lo mismo, según él, "dar un fármaco, aquí, sentadito en el dispensario, que en una casa metida en la montaña donde te encuentras a un anciano que tiene la farmacia más cercana a veinte minutos en coche y encima no puede enfermar porque tiene que cuidar el ganado". Esos son el tipo de casos que Roberto se encuentra en los más de quince pueblos que están bajo su jurisdicción sanitaria. En total, presta el servicio a unos 1.600 potenciales pacientes de todas las edades. "Es otro de los aspectos enriquecedores de ser médico rural, que ves a toda la familia en su entorno, desde el niño pequeño hasta el aitite".
Pero lo más enriquecedor para Roberto es el trato con los pacientes. "Al principio llegas un poco temeroso porque no te conocen, pero una vez que van cogiendo confianza, te conviertes en su médico de referencia", dice. "Lo único que le piden", prosigue Roberto, "es que seas honesto y no les mientas; si actúas así te perdonan todo, incluso el error en el diagnóstico".
En los siete años que lleva en Respaldiza, Roberto se ha ganado el favor y el cariño de sus pacientes. Hasta tal punto que le consultan de todo. "Depositan tanta confianza en nosotros que los médicos de pueblo llegamos a ser sus confesores", señala. De ahí que le pidan consejo en temas tan dispares como "una herencia entre hermanas o simplemente la lectura de una carta de Iberdrola que no llegan a entender". Esa atención se ve muchas veces recompensada con el agradecimiento en especie. "Hace 15 días", recuerda Roberto, "cociné para la cuadrilla un capón que le regaló Julián, un paciente, y hoy mismo me ha traído una mujer a la consulta unas botellas de vino, champán y whisky, y solo porque le han operado de cataratas y ha quedado bien". Estos dos ejemplos ilustran muy bien el trabajo que desempeña Roberto en el valle de Aiala.
Vocación
Desde pequeño
Un trabajo que eligió por convicción. "Yo siempre tuve claro que quería ser médico de familia porque, como dice un compañero, es la especialidad en seres humanos, en personas". Roberto cree que "es la especialidad que te permite ver al ser humano como tal, no lo cuarteamos en estómago, corazón, etcétera, además el contacto habitual y duradero con el paciente te permite tener una visión mejor". Roberto también tuvo claro desde pequeño que quería ser médico. "No me preguntes por qué", dice, "pero yo, a los trece años, ya decidí lo de ser médico". Antes había querido ser albañil, como su padre. Pero se inclinó por el fonendoscopio.
Tras aprobar el MIR hizo la especialidad de Medicina de Familia y Comunitaria en la Unidad Docente de Bizkaia, que dependía del hospital de Galdakao. Se formó como médico en Basauri, pero, como la situación laboral estaba muy mal, tuvo que emigrar a Cataluña. Luego volvió y sacó la oposición en 2002, pero no se incorporó a su destino actual de Respaldiza hasta 2004. Desde entonces ha disfrutado porque "la medicina rural es mi gran pasión, mi hobby y mi ilusión". Atrás quedan los años de ejercicio en una zona urbana como Basauri donde "la gente es mucho más impaciente". Muy diferente a los núcleos rurales donde "las personas tienen más interiorizado el ciclo vital biológico". "Aquí, en los pueblos, un paciente terminal quiere terminar sus días donde ha vivido, en el caserío, mientras que en las zonas urbanas es más frecuente recurrir a otros servicios para alejar a los enfermos, meterlos en los hospitales, para alejar la enfermedad, la muerte".
La muerte
Reflexión
Como ejemplo pone el de José, un hombre de 90 años que tenía problemas cardiacos y al que visitaba regularmente. "En una ocasión me dijo: ya sé que me quieres alargar la vida, pero no vas a poder hacer nada. Y el hombre falleció", recuerda. Como también recuerda la primera muerte que contempló como médico. "Es curioso", dice, "no recuerdo mi primer acto médico, pero sí mi primer fallecido. Fue en una urgencia del hospital de Galdakao, era un hombre mayor con un gran deterioro, pero cuando falleció, me senté a su lado y estuve unos minutos reflexionando". Desde entonces ha visto muchos enfermos terminales, lo cual le ha hecho llegar a pensar que "los médicos no somos como el doctor House, que todo lo cura; nosotros lo que hacemos es alargar vidas y sobre todo, acompañar". Como a Emeteria, que le visita para aliviarle el dolor y brindarle unos minutos de compañía. Y cuando regresa a su casa de Sodupe, lo hace con la satisfacción del deber cumplido. Allí le esperan su mujer, sus cuatro hijos, y los libros de medicina, que releerá sobre la osteoporosis.