Esta historia comienza mucho tiempo atrás. Era el año 1973, Argentina vivía el regreso definitivo de Juan Domingo Perón tras su exilio y, como consecuencia, la masacre de Ezeiza. Para entonces Gregorio Ángel Pavolotzky Finkel, el hijo de unos emigrantes judíos rusos, ya no era aquel estudiante aplicado de Arquitectura, que había abandonado su Rivera natal para moverse en la cosmopolita Buenos Aires, donde el trepidante mundo de las variedades ya le había encandilado. Para entonces era Ángel Pavlovsky , el hombre que había vivido en la distancia, entre el laberinto de Corrientes y sus afluentes, con Borges en Maipú y Gardel en Chacarita, el Mayo del 68 francés. Ya conocía Europa y sus mieles y optó por marcharse. El primer día que pisó Madrid, allá en el citado 73, observa un tumulto y pregunta. Le comentan que una bomba ha matado al presidente. Piensa que Franco, el dictador, está muerto y pronto le corrigen. "Franco no: Carrero Blanco..."
La vida de Pavlovsky, ahí queda reflejado, no ha sido jamás un tránsito plácido. A contracorriente, más bien se diría que ha sido la loca aventura de un rey irreverente, de un hombre que brilló, entre lentejuelas, en los escenarios de medio mundo. Lo hizo -y he ahí el prodigio...-, en aquellos tiempos donde el arte gestual y el mimo se veían con asombro y el transformismo era estudiado, por algunas mentes al ralentí, como una depravación, cuando no una enfermedad de la psique.
Cuentan que en una ocasión una señora de aire intelectual se le acercó con cautela. "Pavlovsky, esta pregunta es para el homosexual que hay detrás de usted?" El artista, siempre con el filo de la navaja en la punta de la lengua, se giró y, tras ver al pianista que estaba su espalda, le dijo "esa señora tiene algo que decirle..." Era la respuesta de un hijo del cabaret y el burlesque, una de tantas contestaciones lenguaraces que tanto escándalo montaron en su época. Así, entre sobresaltos y noches de fábula donde hizo volar sus alas de lentejuela hasta el cielo, ha discurrido la vida de este hombre.
Ayer regresó a Bilbao. Lo hizo para transfigurarse, como un fantasma del pasado, en la sala multiusos de la BBK en la Gran Vía. Ya no escandaliza a nadie pero su espectáculo mantiene la patina de los grandes acontecimientos, despierta el escalofrío propio de quien actúa sin red, en carne viva. Bajo el título Angelhada, y con la inestimable colaboración de Martina Burlet, desplegó su magia sobre escena. Lo hizo tras declarar que aún cree en el "derecho a disparatar" y admitir que las hadas "son perfectas pero chapuceras". No estuvo solo. No podía estarlo tras más de cuarenta años dando tumbos como carro de mudanza por los escenarios más prestigiosos del planeta.
Su aparición, insisto, aún despertó interés. Mientras Félix Gontán, Sergio Parra, el acuarelista Armando Guerisoli y Xavier Erra sujetaban la tramoya del show desde las entrecajas, el público disfrutaba de esa lengua viperina y una estética de vodevil. Entre ellos se encontraban Sonia Txarkan, Andoni Olivares, Inmaculada Aramendia, Naikari Aretxederra, Javier Gorostiola, burgomaestre que controlaba la navegación del espectáculo; Guillermo Malaina, Iñaki Astigarraga; las actrices Gurutze Beitia y Maribel Salas; Jon Aldaiturriaga, Arantza San Andrés, Iñigo Urrutikoetxea, Beatriz Sánchez, quien recordaba un espectáculo del Gran Pavlovsky (los carteles de la época llegaron a anunciarle así...) en Barcelona donde se montó una trifulca de comisaría, Iñigo Iturrate, Guillermo Pardávila, Javier García, el dramaturgo David Barbero, Mikel Ballesteros, Arantza Cuadra; cuatro amigas -María Cristina Hernández, Carmen Sangroniz, María Jesús Olabarria y Mari Carmen Fernández- que confesaron buscar el escándalo, el cinéfilo Félix Linares, Olatz Bereziartua, Begoña Arakistain, Joseba Marañón, Unai Etxebarria y una legión de admiradores del hombre que rompió las reglas para no repararlas jamás.