Es difícil contener la emoción cuando se ha vivido tanto y tan intensamente. Sin embargo, contra el paso del tiempo, poco o nada se puede hacer. Pedro Eguiluz y Mari Saiz llevan toda una vida trabajando en el restaurante Eguiluz del Casco Viejo. Pedro, tras la barra, Mari, entre pucheros y en el comedor. A finales de este año cerrarán su negocio para siempre. Bilbao se queda huérfano, sin un templo del buen comer, sin un local de referencia en la villa en la que durante 52 años han primado los platos con esencia rescatados de la cocina de la amama. “Hay clientes que nos dicen que no podemos cerrar, que van a organizar una manifestación para que no lo hagamos”, cuentan entre risas, pero con cierta tristeza. Pero la decisión es irrevocable. “Estamos mentalizados que esta etapa se acaba”, anuncia Pedro. Dar el paso no ha sido fácil, pero Pedro y Mari necesitan descansar, disfrutar un poco de la vida. “No hemos hecho otra cosa que trabajar y trabajar. Nos da mucha pena. Hemos vivido muchas cosas en este local, hemos conocido a gente maravillosa, pero todo se acaba”, relata el matrimonio emocionado.

Mari tenía dieciséis años cuando conoció a Pedro. “Éramos unos niños y poco después nos casamos y llegó Óscar, nuestro hijo mayor. Después, al de trece meses tuvimos a Janire”, recuerdan. Por aquel entonces, el negocio estaba en manos de Blas Eguiluz y de Mari Ortuondo, fundadores del Restaurante Eguiluz y padres de Pedro. “Ellos fueron quienes pusieron el marcha el negocio. Yo salía de casa y en pantalón corto me ponía a servir detrás de la barra”, dice Pedro. Y prosigue: “Soy arratiano. He sido muy cañero, muy peleón”, lanza Pedro, sin que ello le reste para tener un gran corazón. Haberse dedicado toda la vida a la hostelería le ha reportado grandes satisfacciones aunque el camino recorrido no ha estado solo plagado de rosas. “Mi padre me obligó a trabajar en el bar. En aquellos años jugaba a fútbol con Amorrortu en el Indautxu juvenil y luego pasé al Larramendi, a Tercera División, donde me querían fichar, me iban a pagar 80.000 pesetas. No se me daba mal, pero nació el primer hijo y mi padre me dijo que me dejara de fútbol y me pusiera a trabajar que había que mantener a la familia”, recuerda. “El primer sueldo lo cobré en el Eguiluz, fueron 50.000 pesetas”.

Historia Hay que retroceder a la década de los sesenta para situar las raíces de este establecimiento con solera de Bilbao. Corría el año 1962 cuando el matrimonio que vivía en el barrio Yurrebaso, en el caserío Atxarrieta, en Igorre, decidió dejar la aldea para poner en marcha un negocio en la capital. “Mi padre era transportista y tampoco daba tanto. Mi madre y mi tía Anita, con el objetivo de aportar algo a la economía familiar plantearon abrir un restaurante”, rememora.

Ninguno tenía experiencia en la hostelería, pero la buena materia prima y la cocina tradicional fueron elementos imprescindibles para dar vida a un negocio familiar que ha perdurado en el tiempo. “El primer Eguiluz se abrió en Grupo Sagarminaga, en Santutxu, pero tres años después mi padre decidió comprar el local en el Casco Viejo y continuar desde ahí con el negocio”. De hecho, una fotografía en la que aparece la familia Eguiluz Ortuondo deja constancia de aquella efeméride en 1965. “Tenía 12 años. Lo recuerdo como si fuera hoy”, dice Pedro apuntando con el dedo la instantánea en blanco y negro.

Pedro y Mari cogieron las riendas del restaurante unos meses antes de las inundaciones del 83. “El agua nos lo arrebató todo. Tuvimos que volver a comenzar. Después de cuatro meses cerrado, en enero del 84 se reinauguró el Eguiluz, al que añadieron en la parte de arriba, almacén hasta entonces, un pequeño comedor al que se accede por una empinada escalera de caracol. “En 33 años solo se ha caído una persona”, recuerda como anécdota.

Los fogones de este local han dado de comer a personalidades del mundo de la cultura, del deporte, de la política... En las paredes del establecimiento cientos de imágenes cuelgan y recogen la historia de las miles de personas que se han sentado en la mesa del Eguiluz. “Hemos tratado a todos por igual. Aquí no hacemos distinciones a nadie”, destacan.

El restaurante Eguiluz es de esos pocos establecimientos en los que los clientes se sienten como en casa. “Para nosotros eso ha sido siempre lo más importante. La clave para haber llegado a donde estamos ha sido eso, dar una buena comida y que la gente se sienta a gusto, mejor que en casa”, cuenta. Especialistas en carnes, en la lista de sugerencias aparecen los caracoles, morros, callos, patas de cerdo, tigres, bacalao al pil-pil y chipirones en su tinta. “Cuando hace muchos años venía Pedro, el padre del actual dueño del restaurante Mandoia me decía: Mari, los txipirones que brillen un poco”. Emociones al flor de piel. Recuerdos que quedarán grabados para siempre en la historia gastronómica de una villa que creció en torno a la industria y a su ría y que hoy acoge a millones de turistas. “La gente que nos visita alucina. Son muchos los que repiten. Les metemos en la cocina y ven el producto que van a degustar”. Mari debe regresar a la cocina, su pequeño gran espacio entre pucheros y cazuelas donde ha pasado casi toda su vida. “Tengo que preparar caracoles”. El Eguiluz continúa sin escatimar. Todavía le quedan huecos en las paredes para más fotos de sus clientes.