Es de Sopuerta pero se mueve por el madrileño barrio de Chueca como si hubiera nacido allí. Esperanza Izaguirre dejó su pueblo natal en 1986, cuando tenía 36 años, y se lanzó a la capital del Estado sola, con sus dos hijos, que entonces tenían 12 y 14 años. Aterrizó en la convulsa Chueca de los años ochenta, donde todavía la droga era dueña y señora. Hoy, esta céntrica zona de la ciudad es uno de los barrios más cotizados y animados de Madrid gracias a que el colectivo gay lo revitalizó asentando allí negocios diversos. Esperanza ha sido testigo de primera línea de esa evolución y se ha fundido con el devenir del barrio hasta tal punto que este año ha sido la encargada de dar el pregón de las fiestas del orgullo gay. Pero la vida no ha sido fácil para esta vizcaina que ha tenido que luchar duro para salir adelante en una ciudad tan abrumadora como es Madrid.
"Viví unos años en Balmaseda donde tuve una chocolatería, y mi intención era poner en Madrid algo parecido", narra. Pero finalmente acabó abriendo un restaurante en la plaza Chueca al que llamó Izaguirre. Cuando cogió el local la plaza estaba en plena reforma para peatonalizarla, y al finalizar las obras fue cuando se dio cuenta y tomó conciencia de la gran problemática de la zona: la droga. "El ambiente era muy desagradable", afirma Esperanza. "Yo siempre he dicho que allí se drogaban hasta las palomas", afirma y explica cómo cada vez que se acercaba la policía, alguien ponía en sobre aviso a los que estaban trapicheando al grito de "¡agua!". Entonces todos tiraban la droga a los parterres de los árboles para que no les pillaran con ella encima. Las palomas iban al césped y picaban los paquetes de droga. "Se caían redondas al suelo pero acababan enganchadas y luego siempre volvían a la hierba a buscar más", narra.
Los inicios no fueron fáciles. Que una mujer tuviera las riendas de un negocio hostelero no entraba en el esquema del Madrid de aquel entonces y Esperanza lo pasó mal a la hora de hacer gestiones y de tratar con representantes. Además, el ambiente enrarecido de la zona hacía que muchas veces los clientes pasaran por el barrio con prisa. "La gente no quería parar. Se tomaba un café y se iba". Y todo eso sumado al hecho de que estaba ella sola al cuidado de sus hijos. Pero con bravura logró sortear los malos ratos y los disgustos y salió adelante.
Bajar la persiana Los fieles clientes de su local se sentían como en casa y podían disfrutar de sabrosos platos de la gastronomía casera vasca: chipirones, pimientos rellenos, marmitako, bacalao… "En el menú ponía siempre de aperitivo chistorra, morcilla y un chupito", dice orgullosa. "Pero lo mejor de mi restaurante eran mis hijos: se sentaban en las mesas con los clientes para hablar", narra. "A mí me gustaba aquello, aunque si algo echaba en falta era la costumbre de cantar en las comidas", explica echando la vista atrás. En 1991, Esperanza bajó la persiana de su negocio. "Tuve que cerrar en el mejor momento del restaurante, pero lo hice por puro agotamiento. Yo me encargaba de todo: las compras, la cocina…", explica. Así que dejó esa etapa de su vida y comenzó otra hospedando en su casa de Chueca a estudiantes extranjeros, una labor que sigue llevando a cabo hoy día. "Ahora mismo he tenido una china, una turca, una danesa y una americana. No tengo ni idea de inglés, pero nos entendemos divinamente", dice riendo. "Les cuido como si fueran mis hijos", afirma y habla con cariño de todos los universitarios que han pasado por su casa; de cómo agradecen sus pucheros y sus cocidos, aunque se lleva las manos a la cabeza cuando se acuerda de lo desordenado que acostumbran a tener el cuarto los americanos.
25 años viviendo y trabajando en Chueca le han hecho testigo de excepción de la transformación del barrio. "El ambiente gay ha mejorado muchísimo la zona", explica. "En la época en que yo llegué, las guías turísticas prohibían meterse en Chueca. Era tristísimo", explica, contenta del cambio que ha dado ese barrio, que ahora es alegre y punto de encuentro y de ocio de la ciudad. Esperanza tiene muchos amigos entre el colectivo gay y cuenta cómo muchas veces cocina para ellos. "Yo siempre ando con un bote de tomate y de pisto en el bolso para llevar a algún amigo", dice riendo. "Lo de llevar comida a los de casa y a los amigos es un instinto muy de las madres del País Vasco", añade.
pregonera Esperanza, vital y coqueta, ha cuajado a la perfección con el espíritu de Chueca. Tanto, que este año ha sido la pregonera de las fiestas del orgullo gay, un momento que recuerda con mucha emoción y ríe cuando explica el desconcierto que generó al principio su nombre, Esperanza Izaguirre, muy parecido al de la presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre. Entre los asistentes al pregón muchos le gritaban "¡Esta Esperanza sí que mola!" y "¡Presidenta, presidenta!".
Hoy día, Esperanza es una amama de tres nietos con mucha energía, que no pierde la oportunidad de salir, de acudir a estrenos de películas, de musicales… "Hay tanta vida aquí, en el centro de Madrid", dice. Y concluye dejando una cosa bien clara: "Cuando cerré el restaurante, en ningún momento me quedé mal o pensando que no lo he conseguido. Ese tiempo fue muy bonito para mí. La gente me felicitaba por aquellas comidas que yo preparaba poniendo todo el cariño. No me quedó ninguna pena. Di todo lo que tenía que dar", subraya, con el arrojo y la vitalidad de la mujer valiente que es.