EL viejo Juan Ramón lo escribió para días como estos. El Athletic es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Esa sensación quedó ayer sobre el césped de San Mamés, la de un Athletic menguado en carnes y flojo de agallas, aterrorizado casi por la posibilidad de perder la triste plusmarca de los diez partidos sin perder: siete empates con el de ayer y tres victorias. No hubo ayer cristiana resignación en La Catedral ni aplausos a la voluntad. Hubo música de viento bajo la tempestad cuando Melero López pitó el final del partido. Llevaba para entonces la parroquia no menos de diez minutos jurando en arameo. No está acostumbrado este campo a ver a su equipo rendido y atemorizado y esa sensación dio en el epílogo de un partido para ponerlo por las nubes, dicho sea en la más estricta definición geográfica del encuentro. Porque tanto Athletic como Eibar se encomendaron al ejército de aviación, gorrazo va, patadón y tentetieso viene, con la encomiable electricidad de Iñaki Williams tratando de trasnmitir algo de energía a su equipo. Pero este Athletic, que dilapida las exiguas rentas que consigue con esfuerzo de minero viejo, se convirtió ayer en el espíritu de la golosina, un equipo sin alma y sin agallas que quiso aferrarse a la tabla de náufrago del gol de Aduriz para no hacer agua. Fue marcar, amagar un poquito y retirarse a los cuarteles de invierno, donde tanto frío hace. No está claro si es el equipo el que siente frío en los huesos y se guarece o es el técnico quien pide guardar la ropa más que nadar. Tanto da. Porque ver al Athletic en retirada empatando en San Mamés es algo que la afición no perdona. Ayer los pitidos subieron de decibelios como pocas veces han sonado esta temporada. Como decía un aficionado a la salida, “pobres de juego, pase; pero hay que pedirles que sean honrados en su ambición”. El hombre sentía que anoche no había sido. Y junto a él muchos miles más, en una noche de perros con una más que considerable entrada.
Miraban los seguidores al palco en los preámbulos, buscando con su mirada a Aymeric Laporte, quien cuenta -descuenta, más bien...- las horas que le restan para mudarse a otra ciudad con lluvia, Manchester, y ponerse a las órdenes de Guardiola . Noventa minutos después, más de uno pensaba que ojalá sea esa, la de Laporte, la única añoranza de la temporada. Este Athletic flaquea de ánimos y entereza, se protege a las primeras de cambio y no se ve capaz de sostenerse en pie una vez se levanta. Le tiembla la voz para gritar un ¡aquí estoy yo! y le tiemblan las piernas para dar un paso adelante.
Mediaba la segunda mitad del partido, medio San Mamés ya refunfuñaba y otro medio se santiguaba, cuando el Athletic defendía su gol a regañadientes. Aún no había marcado Kike García su gol y lo predijo un aficionado a mi izquierda. “Solo nos salva hoy el milagro alemán”. “Estamos jodidos entonces”, le replicó un segundo, “porque el Athletic no ficha extranjeros ni en el santoral.” Comenzaban las primeras carcajadas tras la respuesta cuando, ¡zas!, el jarro de agua fría, el mas trago de agua justa. Lo peor vino después. Mendilibar buscaba el más difícil todavía de la voltereta de su equipo y Ziganda, o esa impresión dio, al menos, la puerta de salida. Nunca ha sido San Mamés devoto de esa plegaria tan común del virgencita, virgencita, que me quede como estoy y miró, entre perplejo enfadado, cómo no salía nadie tras el balón como alma que lleva el diablo, ni siquiera Williams, desfondado. Eso encrespó al personal, incapaz de descifrar si no se podía o no se quería, por temor a males mayores. Dio la impresión de que mantener la imbatibilidad a toda costa pesó más que el hambre, el jugárselo a cara o cruz en un último arreón. Y eso dolió.