AÑORA estar con su hermana en Elantxobe, bañándose en el puerto. Eso y las tortillas de patatas de su madre. Por ahora ambas tendrán que esperar. Cuando el coronavirus empezó a extenderse como una mancha de tinta por el mapamundi, Asier Hernando se planteó regresar a Euskadi, pero le pudo su compromiso y sigue al pie del cañón en Perú, pese a que “la región es ahora el epicentro de la pandemia”. Consecuente con la “opción de vida” que tomó, este geógrafo bilbaino de 42 años, que lleva 16 trabajando como cooperante, no quiso abandonar el barco en plena tempestad. “Nuestro trabajo es apoyar a las personas y ahora es cuando más lo necesitan. No podemos hacernos a un lado”, cuenta desde su hogar, en Lima, donde lleva la friolera de más de 120 días confinado. “Me da pena por nuestro hijo, Unai, que no puede salir al parque con amigos y no es fácil explicarle lo que está pasando”, confiesa. Al igual que él, los cooperantes Julio Martínez e Izaskun Arriaran arriman el hombro en Brasil y Grecia.

Asier Hernando

Perú (Oxfam)

“Se vive con angustia por los que menos tienen”

Todos los domingos Asier habla con su familia y les dice “la verdad”, que él está “bien, pero que el país está mal”. Director de Oxfam para América Latina y el Caribe, el coronavirus se ha cebado con la región para la que trabaja, donde los casos superan los cuatro millones y han llorado ya a más de 170.000 fallecidos. “Se vive con angustia y preocupación por uno mismo, pero sobre todo por los que menos tienen, pues hay millones de personas sin comida para sus hijos y eso es desesperante”, lamenta. Al principio, dice, “la situación no era muy diferente a la que se podía vivir en Bilbao o Derio, pero según ha pasado el tiempo, se han comenzado a ver todas las grietas históricas de la región. Los que más posibilidades tienen, pidiendo vino a domicilio, y el resto, teniendo que salir a la calle pese a saber que se infectarían”, censura.

Sincero, Asier admite que se le pasó por la cabeza hacer la cuarentena en Euskadi, pero “hay que estar a las buenas y a las malas” y lo descartó. “Me costaría poder justificar algo así ante mis colegas de trabajo, que están saliendo para apoyar a las comunidades más afectadas”, explica. Él ya lleva cuatro meses confinado en su apartamento de Lima. “El encierro está siendo muy largo. Las clases por Internet de los niños, las tareas, el cuidado de la casa y el doble de trabajo de lo normal. Hemos tenido que hacer malabares igual que el resto”, aunque, visto el panorama, no puede quejarse. “Nuestra situación personal es manejable. Son muchos los casos de gente cercana que ha caído enferma, sobre todo del trabajo, y con una sanidad pública y privada colapsada es muy complejo”, señala. No en vano, asegura, “Perú es el país que menos invierte en sanidad pública. Sin duda alguna, aquí los riesgos de fallecer son mayores”, constata.

Con la maleta llena de experiencias, tras haber vivido en Angola, Honduras, Bolivia y Colombia, Asier acumula recuerdos de los que no se olvidan. “Me han impresionado muchos gestos de solidaridad, como las ollas comunitarias en los barrios más pobres de Lima, donde solo da para comer un caldo al día, y las miles de banderas blancas que ponen en las casas donde hay hambre”, describe. En la otra cara de la moneda, añade, le “ha indignado la falta de empatía de las élites de los países, tratando de sacar dinero de la venta de oxígeno y de llevarse una gran parte de las ayudas para la reactivación económica”.

Julio Martínez

Brasil (Mundukide)

“Aquí poder quedarte en casa es un lujo”

Julio Martínez, en una de las tiendas donde venden sus productos las cooperativas de pequeños agricultores a las que asesora en Brasil. Foto: Deia

Con más de 2,75 millones de casos y casi 100.000 fallecidos, unas cifras oficiales que, según afirma Julio Martínez, se quedan muy cortas, Brasil es uno de los países más castigados por el coronavirus. La tentación de salir corriendo sin mirar atrás debe de ser grande, pero no irresistible. Al menos, para este cooperante de la Fundación Mundukide, que llegó a barajar abandonar el país, pero no lo hizo. “Puedo tener más boletos por el hecho de que aquí no está controlada la pandemia y el riesgo de exposición es mayor, pero no estoy en una situación vulnerable y puedo tomar las debidas precauciones”, afirma y se resta importancia: “Solo he seguido haciendo mi trabajo. Estoy muy comprometido con el acompañamiento de las cooperativas de pequeños agricultores”, asegura este gestor comercial de 47 años residente en Bilbao.

Aislamiento, distancia social, mascarilla... Julio Martínez sigue desde marzo, en Sao Paulo, las mismas medidas de seguridad implantadas en Euskadi, sabiéndose un privilegiado. “Genera un estrés ver la situación crítica tan de cerca y ver la impotencia de las personas que no pueden hacer cuarentena, la falta de un gobierno que priorice la salud pública frente a la economía... Al final esta perspectiva te hace valorar las ventajas de vivir en el primer mundo”, reflexiona Julio, que conoce a varias personas que han resultado infectadas. “Algunos de mis compañeros y compañeras han sufrido la enfermedad y se han recuperado tranquilamente en sus casas, aunque una señora que trabajaba con nosotros tristemente falleció”.

De cómo Brasil, donde lleva trabajando casi cuatro años, se ha convertido en el caldo de cultivo ideal para el coronavirus da buena cuenta este cooperante, que responsabiliza, en primer lugar, al gobierno federal presidido por el escéptico Jair Bolsonaro. “No da credibilidad a la enfermedad desde un comienzo, no adopta normas federales e incluso contradice las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. En medio de una pandemia está sin un ministro de Salud por discrepancias con el presidente”, critica.

También ha contribuido a la rápida propagación del virus, dice, la desigualdad económica. “El 41% de la población ocupada trabaja sin contrato y tiene que salir todos los días para tener renta. Por otra parte, existe un porcentaje alto de personas que viven en las calles, por lo que es muy difícil establecer un confinamiento total. Aquí poder quedarte en casa, hacer teletrabajo, es un lujo”, reconoce. Por si fuera poco, muchas familias viven en favelas, en las periferias de las ciudades. “Muchas son familias numerosas, dividen viviendas muy pequeñas y muy cercanas unas a otras, sin acceso a agua, alcantarillado, luz... Esas personas necesitan el transporte público, ya de por sí masificado, para acudir a sus lugares de trabajo”, explica y añade otro factor que alisa el camino a la pandemia, un sistema sanitario “débil y desigual”. “El 76% de la población está en el sistema público de salud y el 60% de los recursos están en la sanidad privada”, detalla. Por si fuera poco, la climatología ahora es adversa. “Estamos entrando en pleno invierno y en la época de gripes, regiones del sur del país están con temperaturas bajo cero... Tampoco eso ayuda”.

Además de las acciones solidarias civiles, como las donaciones de toneladas de alimentos producidos por la agricultura familiar o la elección en las favelas de alcaldes de calle que se prestan a “cuidar de sus vecinos”, a Julio Martínez le impresionan, aunque negativamente, las manifestaciones a favor de Bolsonaro. “Muchas personas salen por las calles para manifestarse contra el aislamiento social o el uso de mascarillas. También son muchos los casos en los que esas personas tratan mal a los profesionales sanitarios al no creerse el diagnóstico realizado a sus parientes”, denuncia.

Izaskun Arriaran

Grecia (SMH)

“No quiero ni imaginar lo que supondría un brote”

Izaskun, con una niña en la clínica del campo de refugiados de Vial. Foto: Deia

Viajar en plena pandemia al campo de refugiados de Vial en la isla griega de Chios. A priori el plan se antoja arriesgado, pero Izaskun Arriaran, que coordina el proyecto sanitario de la asociación Salvamento Marítimo Humanitario (SMH) en la zona, no pensó ni un momento en echarse para atrás. Su familia, en cambio, desde que se marchó, el 8 de julio, no está. “Me han expresado su miedo y lo entiendo, pero no me han pedido que vuelva. Eso sí, van descontando los días que me quedan”, confesaba antes de su regreso, previsto para el pasado día 24.

Nacida en la localidad alavesa de Aramaio, Izaskun trabaja como enfermera voluntaria en la clínica del campo de refugiados de Vial, donde viven “hacinadas” más de 5.000 personas. “La situación es crítica, sobre todo, por las condiciones inhumanas e indignas en las que viven: mal estado de las tiendas, falta de limpieza y desinfección, restricción de agua, imposibilidad de mantener los alimentos adecuadamente...”, relata. El coronavirus, por fortuna, no ha hecho acto de presencia. “No ha habido casos positivos. Sí sospechas, pero que no se pueden confirmar. No me quiero ni imaginar lo que supondría un brote. Sería inasumible por nosotros y por el sistema sanitario local. No pueden cumplir con ninguna medida mínima de prevención e incluso la posibilidad de aislamiento es muy limitada”, reconoce. Con los dedos cruzados para que la pandemia pase de largo, explica que los “mayores problemas” en el campo son actualmente “una epidemia de impétigo, sarna, mordeduras de roedores... Todo ello generado por las malas condiciones de vida”, remarca la alavesa.

Aunque de momento no haya causado estragos entre los miles de refugiados, “el covid está siendo una excusa para no dejar llegar a los desplazados desde Turquía y demás lugares y hacer devoluciones en caliente”, denuncia esta voluntaria. Por contra, admite, “el covid también ha ayudado a agilizar la salida de unos 780 casos vulnerables para evitar mayores complicaciones”, entre ellos, “procesos neoplásicos, neurológicos, trasplantes de riñón, complicaciones derivadas de las mutilaciones genitales...”, enumera. Convencida de que los refugiados son “los grandes olvidados”, Izaskun se siente gratificada con “solo ver las expresiones de muchos antes y después de entrar en la clínica, que te paren a la entrada del campo padres de niños que hemos tratado por impétigo o quemaduras mostrando las lesiones curadas, felices”.