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Con varias patologías previas - “lo único sano que tengo es la txapela y cualquier día se me apolilla”-, empezó a tener fiebre el 10 de abril, Viernes Santo. La persona que le ayuda con las tareas de casa había caído enferma apenas cuatro días antes. “Aguanté unos días con paracetamol, pero la semana siguiente empecé a temblar, se me cayó el libro que estaba leyendo de las manos y me asusté”, rememora. “Avisé a mis hijos, pulsé también la telealarma y me llevaron en ambulancia a San Eloy”, donde estuvo ingresado tres semanas. Cuando recibió el alta, todos los sanitarios le despidieron con aplausos haciéndole un pasillo; él les respondió con un bonito escrito de agradecimiento, que a duras penas pudo leerles por la emoción.

Para él, que vive solo, hubiera sido muy difícil seguir este aislamiento en casa. “Incluso mis hijos, que vinieron aquella noche, tuvieron que estar luego de cuarentena”, afirma. “Aquí por lo menos tengo alguien con quien hablar”, bromea. Pasa el día escribiendo sus poesías, viendo la televisión y leyendo, “lo mismo que hacía en casa”. La música también le acompaña. Reconoce que el día se hace largo aunque, se consuela, “a todo te acostumbras”, y que tiene ganas de volver a su casa, “a pesar de que aquí me tratan de maravilla”. Echa de menos a su cuadrilla de amigos, con los que salía de pintxopote por San Vicente de Barakaldo, a sus hijos y sus tres nietos, con quienes habla prácticamente a diario. El 20, si todo sigue así, podrá volver a su domicilio.