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#diariodeun teletrabajador

Pecados inconfesables

Pecados inconfesables

UCHAS veces no haces algo malo, pero te da vergüenza contarlo. Eso es lo que nos pasó el sábado. No hicimos en casa nada malo, al contrario, pero sabes que contarlo no está bien. ¿Por qué? Pues porque no quieres dar envidia. El sábado hizo un día estupendo. Solete, calorcito y todo el mundo encerrado en sus casas. Es una faena. Éramos conscientes de ello, pero nosotros nos propusimos sacarle chispas al día y, la verdad, conseguimos olvidarnos de que llevábamos tres semanas encerrados en casa.

Ya hemos hablado aquí del respiro que da estos días el jardín. Mientras no llueva y no haga excesivo frío, intentas estar un poco fuera. Al principio era para que los niños se evadan. Pero no, ahora sabemos a ciencia cierta que es para que los adultos no nos volvamos locos.

Pues bien, el sábado nos tiramos al jardín como salvajes desde las 10.30 horas y no volvimos a entrar en casa hasta las 19.30. Era todavía temprano, pero estábamos ya reventados. Pero eso no es lo que me da pudor confesar. Lo que tengo miedo de que pueda resultar ofensivo a mucha gente que no tiene más margen que mirar por la ventana es que nos metimos entre pecho y espalda una barbacoa de campeonato.

Costilla de cerdo, panceta y agua. Nada más. Pero nos supo a gloria bendita. Los enanos pudieron correr y jugar a sus anchas hasta caer rendidos. Lur incluso se echó una buena siesta, lo que nos permitió a sus padres sentarnos en paz durante hora y media, como si estuviésemos en alguna terraza veraniega. Fue un espejismo, un solo día de paréntesis en esta pesadilla que ya tenemos confirmada que se alargará, como mínimo, durante todo el mes de abril.

Mi cabeza estuvo todo el día de vacaciones. Sin ordenador, sin llamadas de teléfono, sin videoconferencias del trabajo, sin encender el televisor en todo el día€ Incluso nos dedicamos a pasear. Fuimos los cuatro, como un rebaño, dando vueltas a la casa sin parar. Alrededor de la casa organizamos una especie de yincana en la que a ratos había que ir a la pata coja y en otros saltando. Todo fue muy divertido hasta que Lur se empeñó en jugar con una pistola de agua. Risa por aquí, risa por allá, hasta que todos estuvimos más mojados de lo que queríamos y terminamos en algo parecido a una bronca.

A las 20.00 horas aplaudimos como cada día y nos caímos desplomados en el sofá. Lo peor, que la rueda no deja de girar y a la mañana siguiente hubo que concienciarse de que volvíamos a nuestro día de la marmota. También hacía sol, no llovía, pero había viento y la euforia del sábado perfecto ya se había disuelto.

El domingo nos dejó dos cosas emocionantes. No sabría cuál de las dos es la buena y cuál es la mala. A la hora de comer Urtain saltó a la ventana de la cocina pidiendo entrar, pero solo escuchó nuestro grito de asco porque venía con una lagartija de medio metro (por lo menos) colgando en la boca. La segunda, que en un instante de demencia a mi mujer y a mí nos dio por enseñarles a los niños el baile de la Macarena. A Malen y Lur, por supuesto, les enamoraron la canción y el baile. Así que toda la tarde de ayer la pasamos escuchando la historia de la jura de bandera del muchacho. ¡Estaría genial que todos lo bailásemos en el balcón!