Cuatro amigos rondando la veintena en una tarde de compras. Ane ha adquirido una camiseta por 3,99 euros; Ander, unas zapatillas deportivas por 14,99 euros; Iraia, un vestido por 7,95 euros, y Amanda, dos camisetas por 5,95 euros. Reconocen que suelen comprar asiduamente. “En verano no tanto, pero ahora que empieza el curso, el otoño y todo eso, estamos renovando el armario”, explican entre risas. Los bajos precios y la variada oferta invitan al consumo rápido. Es la fast fashion, una industria que crece aupada por las redes sociales y las influencers. Entre las referencias de las jóvenes aparecen nombres como Dulceida o Paula Gonu, con 2,6 millones y 1,9 millones de seguidores, respectivamente, que llenan sus redes sociales de nuevos modelitos cada día.

“Compramos el doble de ropa que hace diez años y nos dura la mitad de tiempo”, advierte Celia Ojeda, responsable de la campaña de consumo de Greenpeace. El principal reto de la moda es la cantidad de residuos que genera. De hecho, se prevé que el consumo de ropa aumente todavía más, de 62 millones de toneladas en 2017 a 102 millones de toneladas en 2030, un crecimiento del 63%. Con su coste tanto a nivel social -por las precarias condiciones de los y las trabajadoras de la industria textil en países empobrecidos- como ecológico. Y es que la moda y el calzado son la segunda industria más contaminante del mundo: emite el 8% de los gases de efecto invernadero -es responsable de la emisión de 1.200 millones de toneladas de gases de efecto invernadero al año- y depende de energías como el gas y el carbón, altamente contaminantes. “Hay que tener en cuenta las distintas fases de la industria: la elaboración de las materias primas, la producción del textil, el transporte y el fin de la vida del producto”, explica Ojeda.

“El agua, por ejemplo, es uno de los recursos que más se usa tanto para la elaboración como para la producción y, por poner datos, unos vaqueros necesitan 7.500 litros de agua para su producción, que es equivalente a lo que necesita una persona en siete años”, señala la responsable de Greenpeace. “La ONU cifra que la industria del textil utiliza cada año 93.000 millones de metros cúbicos de agua, que sería un volumen suficiente para satisfacer las necesidades de cinco millones de personas. Y no solo es un problema la cantidad de agua que se utiliza, sino la cantidad de tóxicos que en ella se ponen”, continúa. Hace siete años, Greenpeace puso en marcha la campaña Detox, dirigida a terminar con la contaminación textil de ríos y océanos.

Entonces, 80 empresas de moda se comprometieron a eliminar sustancias químicas peligrosas de su cadena de producción para el año 2020. “Aunque estamos contentas con el progreso realizado por las empresas que asumieron el reto de eliminar los tóxicos de sus cadenas de suministro, el 85% de la industria textil aún no está haciendo lo suficiente para eliminar los químicos peligrosos y mejorar las condiciones de trabajo en las fábricas y esto es inaceptable. Es hora de que quienes legislan intervengan y conviertan Detox en un estándar mundial”, señaló la responsable de consumo en un informe reciente.

Poliéster Pero la ropa no solo genera contaminación en su fase de producción; cada vez que se lava una prenda de poliéster se liberan hasta un millón de fibras microplásticas. “Para que la fast fashion sea rápida, fácil y barata, está hecha con muchísimo poliéster y el poliéster es un derivado del petróleo. Las prendas de poliéster tienen per se el impacto ambiental que tiene la producción de petróleo, pero además cada prenda de poliéster suelta microfibras de plástico en cada uno de los lavados y este microplástico llega directamente a los océanos”, detalla Ojeda.

El pasado agosto, en Biarritz, durante la celebración del G-7, un total de 32 grupos textiles -un tercio de la industria de la moda por volumen de ventas- se comprometieron a reducir su impacto en el cambio climático, la contaminación de los océanos y la pérdida de biodiversidad. A través de un comunicado, las empresas reconocieron que el sector es responsable de al menos un 20% de las emisiones de aguas residuales y un 10% de las emisiones de CO2. Es por ello que, para tratar de reducir las cifras, accedieron a minimizar el uso de plásticos de un solo uso y consumir el 100% de energías renovables para 2030, así como intentar no emitir emisiones de GEIs para 2050. También buscarán reducir las microfibras de materiales sintéticos y promover una producción que no arroje productos químicos a ríos y océanos.

“Muchas empresas se han comprometido, pero es verdad que no todas, porque cuando pensamos en la industria de la moda pensamos en las grandes empresas, pero no en las manufactureras que hacen las telas para esas compañías. Uno de los problemas que se vio cuando hicimos la campaña Detox fue que las grandes empresas no tenían el control total de la cadena de custodia, no solo de la producción de la camiseta, por ejemplo, sino de la producción de la tela necesaria para esa camiseta”, analiza Ojeda.

Cambio de mentalidad La responsable de consumo de Greenpeace reconoce que las marcas están empezando a tomar conciencia y a producir cada vez más ropa sostenible, sin embargo, lo deja claro: ropa sostenible y fast fashion son dos conceptos incompatibles. Es por ello que, para Ojeda, la solución está “en un cambio de modelo de la industria”. “Eso implica que la industria de la moda se vaya a calidad y no a cantidad, que reculen diez años o quince”, sostiene.

“Lo sostenible es hacer durar tu ropa reparándola, intercambiándola o donándola. Porque la ropa sostenible no puede tener el ritmo de la fast fashion. Para producir toda esa cantidad de algodón orgánico necesitas muchos litros de agua, productos que lo estén limpiando y tienes que mover cultivos que pueden ser para la alimentación”, continúa Ojeda. Apunta, asimismo, que aunque “las marcas slow están cada vez más de moda, necesitan una ayuda de los gobiernos y las ciudades”. “Por ejemplo, no es rentable para una pequeña marca poner una tienda en Gran Vía, es imposible por los impuestos. Entonces igual también se necesitan normativas que beneficien a aquellas empresas que su impacto sobre el medio ambiente es más bajo”, apunta.