El lyme es una enfermedad cruel por lo difícil que resulta que las personas afectadas cuenten con un diagnóstico certero que haga posible que el tratamiento se inicie antes de que el mal se cronifique. Y es cruel también porque se sabe poco sobre la misma y sobre su evolución, diferente en cada persona.

No en vano a la Enfermedad de Lyme se la conoce como “la gran imitadora”, ya que sus síntomas se asemejan a los de otras enfermedades, como lupus, artritis reumatoide, esclerosis múltiple, fibromialgia, ELA, párkinson, síndrome de fatiga crónica, autismo o incluso alguna patología mental.

Normalmente esa enfermedad es transmitida por la garrapatas y otros artrópodos y la prevención es vital. Dicha prevención pasa por que cuando se salga al monte o a zonas de riesgo de picaduras de garrapatas se utilice repelente especial sobre la piel y la ropa, se vistan prendas claras, calcetines por encima de los pantalones y gorra sobre la cabeza.

Cuando se marcha entre senderos hay que evitar hacerlo entre arbustos altos y al regresar a casa es aconsejable revisar todo el cuerpo y lavar la ropa a alta temperatura. Porque cuando no aparece la marca característica de la picadura, esta puede pasar desapercibida. Si se encuentra una garrapata hay que extraerla con pinzas, sin usar aceite ni otros remedios, y guardarla y mandarla a analizar para ver si está infectada y poder tomar medidas cuanto antes.

Los miembros de Alyme, Asociación de Enfermedad de Lyme del País Vasco, no pretenden generar alarma pero sí aconsejar algunas prácticas preventivas para evitar que más gente sufra una enfermedad con una larguísima lista de síntomas que van desde mareos a parálisis, pasando por dolores musculares, fatiga intensa, problemas cardíacos y pulmonares, ansiedad, fiebre, náuseas y un amplio abanico de afecciones.

No existe una prueba concluyente para determinar si una persona padece lyme y las que existen, en ocasiones, dan “falsos negativos” que llevan a un diagnóstico incorrecto, llegándose incluso a derivar al enfermo a especialistas en salud mental.

De ese sufrimiento saben, y mucho, Ander, Ane, Eulali, Jone y Enekoitz, que lo han vivido en su propia piel o en la de sus seres más queridos.

La donostiarra Ane Zulaika todavía se emociona al evocar un camino lleno de espinas por el que empezó a avanzar antes de que se le diagnosticara el lyme y del que está ya saliendo.

difícil de explicar Antes de enfermar Ane era una deportista de alto nivel competitivo que montó su propia empresa vinculada con el deporte. “Estaba feliz. Cuando iba a competir en Canarias cogí unas anginas muy fuertes, de las que me trataron. Tuve cuatro o cinco episodios similares y notaba que me cansaba”. “No entendía lo que me pasaba, ni lo podía explicar. Iba por etapas, subía y bajaba. Hacía las cosas por narices pero la factura era terrible y luego pasaba meses pagando esa factura”.

Tenía 26 años. “Es un desgaste terrible. Fueron dos años sin diagnóstico, haciéndome pruebas. Vas al neurólogo, te falla el corazón..”. Con rapidez le derivaron al psicólogo: “Me decían que era muy exigente, que igual era estrés y no entendía porqué. Fui al psiquiatra y al psicólogo y no avanzaba. El problema no estaba allí”.

Le aconsejaron que se “acostumbrara” a vivir así, que podía ser síndrome de fatiga crónica. Pero no. “Todavía se me revuelve todo cuando me acuerdo el esfuerzo que me costaba lavarme la cabeza. No es ni comparable a las pruebas más duras que he realizado practicando deporte”, relata. “Era un cansancio sucio, algo que no era mío, que tenía que limpiar”, añade.

Tras el tratamiento las cosas han ido cambiando. “No mentía pero me costaba expresar cómo estaba. Me preguntaban cómo me sentía y decía que bien”. Hace un año comenzó el tratamiento: “Siete meses de antibióticos sin parar, los primeros dos meses intravenosos. Desde el primer día lo noté, pero me daba miedo que me pasara como antes, que fuera un pico”.

Ahora lo quiere creer. “Ya puedo leer un libro, que antes no podía. Antes la luz y la pantalla de un ordenador eran una tortura, veía una película y no retenía. Me suponía tanto sufrimiento que lo dejé de hacer”. En la actualidad va recuperando su vida. “He venido en bici, tranquila, pero puedo hacerlo. Ahora me pongo retos, pequeños, pero los puedo cumplir, antes no”.

Ander Errandonea cuenta su historia desde la silla de ruedas a la que le ha llevado el lyme y coincide en muchos puntos con la de Ane. “No sabes qué te pasa. Todo te parece tan raro que no sabes cómo explicarlo y llegas a entender que el médico no comprenda lo que le cuentas, porque ni tú lo entiendes”. “Los médicos no están preparados o no conocen esta enfermedad”, constata Ander. Este joven navarro de Bera lamenta que “cuanto más tiempo pasa, es peor”.

La historia de Ander con su enfermedad empezó en 2010. Este joven, también muy deportista, enfermó de “una especie de gripe larga que no se iba”. “Yo surfeaba y nadaba o si no estaba trabajando. Era un chico muy activo”, asegura Ander.

La evolución inicial de su enfermedad tuvo también picos. “Me medio recuperé, pero cada dos o tres meses me atacaba como una gran gripe, muy dolorosa. Empezaba con una infección de oído, luego la garganta y después la espalda”. Como Ane, sentía en su cuerpo “una especie de agujetas muy dolorosas”.

“Eran dolores musculares fuertes que le hacían quedarse en la cama ocho días. En los centros de salud nos decían que era gripe, cuando ni se podía vestir”, apunta su madre, Eulali Garmendia. “Le diagnosticaron esclerosis múltiple”, evoca una mujer que estuvo al lado de su hijo en sus distintos ingresos hospitalarios en los que las pruebas fueron innumerables para “descartarle cosas”.

“Nos decían que tenía algo pero que no sabían qué”, explica, porque los análisis “daban perfecto”. Le recetaron corticoides que, según explica Jone Muñoz, son contraindicados para lyme al ser inumnosupresores y “hacen fuerte a las bacterias”

Los episodios siguieron repitiéndose y, constata el propio Ander, “cada vez perdía más fuerza y más movilidad”. En el camino, ha perdido también muchísimo peso y la masa muscular. Un sinfín de pruebas mientras “cada vez yo iba a menos. Lo primero que empezó a debilitarse fueron las extremidades”. Finalmente conoció a Andrea, una joven que ya ha superado la enfermedad y que desde hace tres años sabe que tiene lyme. “Lo que más me ayudó fue ponerme en contacto con otros enfermos. Fue liberador”, señala. Los demás asienten.

Ni Ander ni Ane son conscientes de haber sido picados por una garrapata aunque en Euskadi, por ser un entorno montañoso y con muchos animales, no es infrecuente.

Jone Muñoz y su pareja Enekoitz Retolaza, por contra, sí fueron conscientes de que a su hija le picó una garrapata cuando apenas tenía once meses. Hoy, a punto de cumplir nueve años, está asintomática, pero el calvario ha sido largo ya que el diagnóstico no llegó hasta que la pequeña cumplió cuatro años.

Hasta esa edad estuvo siempre “muy enferma” pero sin un diagnóstico certero. Finalmente, explica Jone, “en el extranjero le diagnosticaron el lyme por unos cuantos parámetros, porque no hay una prueba clínica. Uniendo esos parámetros con una sintomatología y que había picadura de garrapata dio el lyme como resultado”.

“Nos decían que era una niña enfermiza. Con once meses vomitaba sin parar, no dormía, lloraba. Creció y se le notaba en su carita cansada. Se sentaba. Con seis años le llevábamos en silla”, recuerda emocionaba.

Su padre dice que al mirar las fotos se ve “una niña de cara triste, no sabía lo que era sonreír”. Ahora sí sonríe y hasta corre, algo que no podía hacer con anterioridad. Dos años y medio de tratamiento han hecho posible que “hoy esté fenomenal”. Lo subraya Enekoitz, “la carga psicológica es terrible” hasta que llega el diagnóstico.

No hay un tratamiento único y se basa en antibióticos, que se dispensan en periodos más o menos largos y de distinta manera. La respuesta de cada persona también es dispar. Pero lo cierto es que tras el diagnóstico y el tratamiento “se gana en calidad de vida”. Pese a todo nadie sabe hasta dónde va a llegar la mejoría, “nadie te lo dice”. En el caso de los niños, subraya Muñoz, la mejoría es más a corto plazo que en los adultos que llevan más tiempo enfermos.