Bilbao - Están en rehabilitación aunque lleven casi 30 años sin llevarse a la boca un buchito de vino. Son hombres y mujeres de Lemoa, de Arrigorriaga, de Sopela, de Alonsotegi, de Basauri, de Bilbao... y de todas las edades, que cada mañana se levantan con el propósito de esforzarse para reparar sus familias y de aliviar las cicatrices abiertas por el alcohol. “De esto se sale, claro. Pero nunca estás rehabilitado porque el alcoholismo nunca se cura”, resume Adolfo (61 años). Lo dice sin miedo, con la cabeza alta y la mirada segura, mientras busca la aceptación de Bartolo (Toli) y Daniel, dos compañeros de la Asociación de Alcohólicos en Rehabilitación de Santutxu, sentados a la misma mesa.
Abren las puertas de su local, sito en el número 7 de la la calle Juan de Guisasola, todas las tardes. En los peores tiempos tuvieron hasta 300 socios; hoy en día, en las terapias grupales pueden juntarse “unos 25”, apunta Toli. En dos semanas cumplirá los 75 y lleva ya 26 sin manchar sus labios. “Ginebra”, telegrafía. “Una vez, ya sin beber, entré a un bar a tomar un café con leche y no sé cómo ni por qué, de repente me vi con una copa en la mano. Me cago en la... Me levanté y me fui”, describe a DEIA. Por suerte, no recayó.
Otros sí que han perdido la batalla contra la botella. El propio Adolfo en dos ocasiones. Ahora “ya voy para nueve años de abstinencia”, sonríe satisfecho. Cada paso, ya sea para adelante o para atrás, es una zancada de gigante para ellos con la que van reconquistando las confianzas perdidas en casa, en el trabajo, en la cuadrilla? “De los errores se aprende. Lo importante es dejarse ayudar”, apostilla Goyo desde el fondo de la sala, uno de los fundadores de esta asociación, junto a Toli, hace justo tres décadas. “Aquí no hacemos milagros. Esto cuesta, pero se sale. Si no pones de tu parte... Hay que luchar todos los días”, remacha Adolfo con la sinceridad por bandera. La familia es primordial para que los engranajes recuperen su tictac, coinciden todos los presentes.
Daniel Cabrejas, de 71 años, tercia entonces para exponer su historia. En verdad es la de su hermano -siete años menor que él- y con problemas de alcoholismo. Lleva más de cinco despejado pero se las ha hecho pasar canutas. Incluso una vez se metió a dormirla en un confesionario en la basílica de Begoña. “Te buscaba las vueltas para estar solo y darle?”, gesticula llevando su mano a la boca. Tras varios intentos fallidos (iba al trabajo con el dinero justo para el autobús, pero se las arreglaba para bajarse a un bar y trasegarse todos los días un whisky), la solución fue contundente.
“A nosotros no nos engañan” “Le dejé caer. Él decía que no era alcohólico y que no tenía ningún problema”, recuerda. Cuando se vio casi casi en la calle, reflexionó, lo aceptó y se dejó ayudar para cambiar de hábitos. De hecho, podría decirse que todas las personas que acuden a este y otros centros similares, abandonan la adicción a pelo, sin más tratamiento que los consejos de sus iguales. “A nosotros no nos engañan”, sintonizan Adolfo y Toli. Su experiencia les delata. Nadie tiene más medallas que ellos buscando excusas tratando de justificar lo evidente. “Vives una vida ficticia”, describe el primero. “Y lo malo es que sabes que es mentira, pero es que el alcohol te machaca”, interpreta el segundo, con un par de episodios de delirium tremens a sus espaldas provocados por el alcohol. Por él, también perdió parte de su pensión...
“Si es que todo es malo, pero como es algo cultural y social, pues pasa lo que pasa”, insiste Alfonso, quien descarga un emotivo “es un infierno, la vida es un infierno. Y para una parte de la sociedad todavía somos unos bichos”. Incluso aquellas personas que tras una interminable lucha han dejado de depender del alcohol y han encontrado el sentido de su vida con su pareja, los hijos, las manualidades, el monte.... tienen que hacer frente a miradas inquisitoriales y amargas, chismorreos y desaires.
“¿Que si me acordaba de la familia cuando bebía? He llorado muchísimo. He sufrido muchísimo. Mi mujer estaba hartita ya. La familia es la que más lo sufre...”. Por voluntad propia son pocas las personas que se atreven a cruzar la puerta del local, inaugurado en febrero de 1988 por Gloria Urteaga, esposa del lehendakari José Antonio Ardanza. Algunos, relata Toli, “vienen a apagar las broncas de la mujer” y al de dos o tres sesiones (los sábados) desaparecen, aunque su fatal rastro es muy fácil de seguir.
“Me dan una pena...”, suspira prudente Alfonso al tiempo que empieza a recordar y enumerar nombres propios y vidas ajenas. “El 80% de los que abandonan el grupo acaban recayendo”, resuelve. En 2004 se decidió crear un grupo exclusivo para mujeres, tanto usuarias como familiares, en el que comparten asuntos de pareja con menos vergüenza. Son media docena y en unos días esperan poder recibir con los brazos abiertos a dos o tres mujeres más. “Esto es una segunda familia”, propaga Alfonso.