Imanol Querejeta y

Javier vizcaíno

J. V.: Hoy era impepinable escoger la cita de Groucho Marx para el encabezado. Hay quien va por ahí con principios y valores de quita y pon.

I. Q.: Pues sí. No tenemos más que leer la prensa para saber que hay personas que tienen unas creencias y unos códigos éticos bastante flexibles. Esto, que se expresa muchas veces desde instancias públicas, facilita una extensión de la quiebra de los mismos entre los ciudadanos. En el momento actual, los valores (yo lo entiendo como creencias), y los principios (Kant los diferenciaba en máximas si son subjetivas o leyes, si son objetivas) que nos permiten orientar nuestro comportamiento en función de conseguir nuestros objetivos como personas ya no son tan sólidos como hace bien poco tiempo. Parece que hemos dejado de lado esas declaraciones propias de cada ser humano que nos ayudan a elegir unas cosas en lugar de otras, o un comportamiento en lugar de otro. La consecuencia es una sociedad cada vez más insolidaria. Tal vez se cultiven los valores y principios guiados por el interés personal más duro. Es una lacra de esta sociedad tan individualista y orientada al hedonismo.

J. V.: Lo curioso es que todo el mundo habla de principios y de valores, pero se pierden en el camino que va del dicho al hecho.

I. Q.: Sí. Esta época reciente en la que ha habido una verdadera carrera por conseguir y poseer más de lo que era necesario ha influido en los métodos de actuación, que no han sido ni uniformes ni transparentes. Ese socorrido argumento de la imitación -"como otros lo hacen, yo también"- ha favorecido la extensión de prácticas censurables e insolidarias.

J. V.: A veces, se da una perversa situación: quien nombra los principios más a menudo y en tono de voz más alto es justamente quien menos los pone en práctica.

I. Q.: Bueno, ya hay acuñado un refrán que dice "Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces", que es bastante ilustrativo. No en todos los casos, porque hay personas que dejan de manera patente sus valores y sus principios de forma reiterada y coherente día a día. Eso sí, no suelen presumir de ello, sino que los desarrollan como eso que se llama un imperativo moral, algo que se ejerce como una necesidad básica.

J. V.: ¿No ocurre también que hablamos en abstracto? Sería más fácil si precisáramos de qué principios y qué valores concretos estamos hablando.

I. Q.: Sí, por ahí iba yo en lo que acabo de decir. Nuestros principios y nuestros valores son los que practicamos diariamente y contribuyen a hacernos mejores y a hacer mejores a los demás. Todos tenemos alguno aunque, como te decía al principio, los grandes valores de la honestidad, la transparencia o los principios del respeto a la ley y a las personas diferentes parece que se van diluyendo como un azucarillo ante la epidemia de individualismo que nos está afectando.

J. V.: Quienes sí se guían por unas pautas y tratan de ser coherentes pueden acabar cansándose de ser los tontos del barrio.

I. Q.: Si las pautas son verdaderas, creo que no. Quien puede llevar a la práctica esas normas que difieren de las de otros que se aprovechan del prójimo recibe tantas satisfacciones al cabo del día que no sólo no piensa que es el tonto del barrio, sino que refuerza su posición. En la vida las cosas terminan cayendo por su peso y lo que está bien hecho, de forma transparente y generosa, siempre da resultados.

J. V.: Por lo que estamos viendo tanto en los medios como a nuestro alrededor, actuar al margen de los principios no es objeto de una gran sanción. Ni penal ni social.

I. Q.: Así es. Esta imagen de que no todos somos iguales ante la ley constituye una verdadera amenaza para la convivencia. Y conlleva la extensión de sentimientos destructores. No sólo porque hay personas que pretenden imitar a los menos honestos, sino porque hay otras que aprovechan para generalizar a partir de casos notables y deslegitimar cualquier aspecto de la vida pública. Desgraciadamente, va a costar mucho recuperar el crédito en instituciones y personas, pero a diferencia de los perversos, debemos seguir adelante y no rendirnos. Los militantes nunca se queman y hay que perseverar en esta militancia por una vida sin trampas.

J. V.: Imagino que no se puede esperar tampoco que estas personas tengan el menor remordimiento. Vamos, que ni se lo plantean.

I. Q.: No, cuando han llegado a lo que han llegado, está claro que ya antes de conducirse de la manera en la que lo han hecho habían perdido principios y valores. Por eso estoy convencido de que en algunos momentos se hacen una trampa jugando al solitario y terminan creyéndose sus mentiras y encontrando argumentos para dar por válido aquello que no lo es de ninguna manera.

J. V.: Pensemos en quien sí trata de ser fiel a unos principios. Siendo realistas, es inevitable traicionarlos, aunque sea un poquito.

I. Q.: Siempre defiendo que nadie es perfecto y este es uno de mis principios, por eso estoy de acuerdo en que es imposible no sucumbir a las tentaciones el cien por cien de las ocasiones, pero como ocurre en las mentiras piadosas, que todos las decimos, las buenas personas no flexibilizan lo esencial, sino aspectos que lo permiten en situaciones concretas. Además, saben que han modificado su código y, hecha la oportuna autocrítica, no se plantean repetirlo, ni extenderlo, ni justificarlo.

J. V.: Supongo que merece la pena revisarlos cada cierto tiempo, no sea que lo que creíamos un principio o un valor fuera una muestra de intransigencia.

I. Q.: Pues sí, en esta área y en cualquier otro ámbito de nuestra vida. Es conveniente estar en permanente movimiento y en permanente revisión de nuestras pautas de conducta, de nuestras prácticas y de nuestras creencias. Es un ejercicio sano. Puede darse el caso de que nos movamos a lugares o modelos de sociedad donde las creencias son muy diferentes a las propias y en ese caso, la revisión debe ser rigurosa para determinar lo que nos ayuda a convivir, sin renunciar a nuestra patria interior de siempre.

J. V.: Y hay unos cuantos a los que bajo ningún concepto debemos renunciar.

I. Q.: Por supuesto. Hay cosas que está demostrado que son perniciosas para el ser humano individual y para la sociedad, que así lo establece cuando se agrupa. A estas guías no hay que renunciar de ninguna manera. Pero, desgraciadamente, como decía al principio, hasta quienes han legislado para proteger al individuo y a la sociedad se olvidan del cumplimiento y salvaguarda de esas leyes. Si no se persigue un respeto y cumplimiento de las leyes, las creencias corren el riesgo de ir cayendo en el olvido.