J. V.: Hay gente que no está dispuesta a atender a razones. La única razón que contemplan es la suya y no hay forma de sacarles de sus trece.
I. Q.: Sí, hay muchos y, seguramente en algunas ocasiones, cada uno de nosotros también ha obrado así. En estos casos suele haber una razón personal que nos anima a mantener esta postura. Esto no es lo mismo que ocurre a algunas personas que obran siempre de esta manera, porque lo personalizan todo, suelen proceder así, preferentemente por obstinación.
J. V.: Ahora bien, quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Todos nos hemos cerrado en banda alguna vez porque creíamos ser depositarios de la verdad. ¿No es intrínsecamente humano pensar que se está en lo cierto?
I. Q.: Ya te lo adelantaba. Yo creo que es poco probable que haya alguien que no haya obrado de esta manera y también te decía los factores personales que nos pueden llevar a adoptar esta actitud, pero ya lo de si es intrínseco o no al ser humano, no estoy tan seguro. Lo que es intrínseco al ser humano es, o debería ser, la inteligencia, que es lo que nos pone en la punta de la pirámide como especie, y plantear todo desde la perspectiva del tengo razón o no la tengo no parece muy inteligente. De hecho, llevar todo a este plano es una distorsión. Lo más razonable es saber, porque creo que es así, que la razón termina siempre cayendo por su peso y que el sol sale por el este y se pone por el oeste, discutamos lo que discutamos; para asegurarnos no hay más que esperar (dedicando el tiempo a algo interesante) a primera hora de la mañana y al atardecer en lugar de dedicar el tiempo a discutir.
J. V.: ¿Es recomendable someter a revisión nuestras convicciones? ¿Qué pasa si descubrimos que estamos equivocados? Eso no le gusta a nadie.
I. Q.: Más que recomendable, imprescindible. Hoy sabemos que la tierra ni es plana ni completamente redonda y partiendo de ahí, todo lleva el mismo camino. Descubrir que se está equivocado es muy sano porque quiere decir que somos críticos con nuestro conocimiento, con nuestras costumbres y que apostamos por la mejora. También que admitimos la diferencia y con ello admitimos al resto de personas con las que compartimos nuestro tiempo, tanto de ocio, como laboral, sin que ello signifique que haya que compartir ideario.
J. V.: No faltan los que, sabiendo en el fondo que algunos de los postulados que defienden son discutibles o directamente falsos, siguen haciendo bandera de ellos. Es inútil esperar que den su brazo a torcer.
I. Q.: Lo habitual es que sí. Esas son las personas que en estos últimos tiempos aparecen en las primeras páginas de los periódicos y que dicen lo que dicen y defienden lo que defienden por intereses personales. Quiero añadir que lo saben en el fondo y también en la superficie.
J. V.: Lo curioso es que lo que te planteaba más arriba es fácil detectarlo en los demás... pero muy difícil en uno mismo. O si lo detectamos, no lo reconocemos.
I. Q.: Bueno, yo creo que lo detectamos y lo reconocemos porque la mayoría de las personas son inteligentes. Lo que ocurre es que en ocasiones intervienen otros factores que nos hacen transformarnos en personas contumaces, que reiteramos en el error por un mal entendido orgullo. Como a la reina de Blancanieves, nos suele gustar que nos digan que todo lo nuestro es lo mejor, y nos decepciona que el espejo no ratifique eso que tanto nos gusta oír. Como no somos tan malos como el personaje del cuento, no envenenamos a nadie, pero nos resistimos a reconocerlo.
J. V.: Tal vez el error esté en plantear los debates como una competición donde alguien debe ganar y alguien debe perder. Entramos a ellos aferrados a nuestras convicciones e impermeabilizados hacia las de los demás.
I. Q.: Estoy de acuerdo. Los debates deberíamos plantearlos como un escenario de confrontación para el aprendizaje y la mejora en lugar de como un combate a muerte por la hegemonía, que es en lo que se suelen convertir. Esto trae otra consecuencia: se te obliga a tomar partido bajo el lema de conmigo o contra mí y si quieres ser ecuánime, todas las partes contendientes te ven mal y te consideran un enemigo.
J. V.: ¿No es una pérdida de tiempo y de energía debatir con alguien que bajo ningún concepto está dispuesto a poner en cuestión sus propios argumentos?
I. Q.: Es un fastidio y hay que evitar prolongar estas situaciones y ponerles final rápidamente. Ya te decía antes que el escenario del debate debe ser para crecer, no para aburrirse.
J. V.: ¿Es algo tremendo descubrir que la otra persona tiene argumentos tan o más razonables que los tuyos?
I. Q.: No. Eso es fantástico y si además esa otra persona se esmera en hacértelos entender, ya es un amigo para toda la vida. Tengo que decir que hay muchísimas personas con argumentos brillantes y que la pena es que muchos de ellos se quedan en mera anécdota porque sólo se usan para sacarse una foto bonita delante del espejo. Los argumentos válidos son para interaccionar y para intercambiar con otras personas con interés en mejorar, como aquellas colecciones de cromos que hacíamos de niños y que nos quitaban el sueño, por lo menos a mí.
J. V.: Si en lugar de debate, hablamos de una negociación, la cosa se pone más peliaguda. Si no hay voluntad de ceder en algo, embarrancaremos permanentemente.
I. Q.: Sí. Las negociaciones suelen ser para dejar pelos en la gatera, aunque ya hay ocasiones en que algún malvado organiza una negociación para obligarte a comulgar con ruedas de molino y ante eso hay que resistirse. Hay personas que son demasiado autoritarias e inseguras para dejar un resquicio a las ideas de los demás y a esos hay que decirles que no.