Bilbao

Pedro Ruiz era empresario, le apasionaba jugar al golf y pisar el acelerador. Ahora apenas acierta a abrocharse la camisa, anda a pasitos y protesta cuando le llevan en coche a más de 40. "A mi marido se le ha estropeado el disco duro y cada vez va a peor", resume Rosa María Riancho, la mujer que le lleva de la mano por la vida. "Para Pedro -dice- yo soy su tabla de salvación". Y aunque a veces ha estado a punto de hundirse, siempre ha salido a flote.

Han pasado ya casi once años desde que su marido sufrió los primeros despistes y desde entonces su deterioro ha sido imparable. Empezó olvidando las llaves o los recados que le encargaba su mujer. "Yo les decía a mis amigos: Ahora le mando a cobrar un millón que me ha tocado en la lotería y antes de llegar al portal ya no sabe ni a qué va. Nos lo tomábamos a broma porque él estaba fantástico: conducía, jugaba al golf...", añora Rosa.

Los lapsus fueron a más hasta que le diagnosticaron una atrofia cerebral. Llegó un momento en que ni siquiera podía salir solo a la calle. "Le pusimos un GPS porque se perdía y era un calvario. Para cuando íbamos a buscarle, ya se había movido de sitio. El hombre se encontraba agobiado, nervioso, porque no sabía ni dónde estaba, no sabía coger el teléfono. A raíz de esto empezó una decadencia", cuenta su mujer, testigo de cómo Pedro, a sus 69 años, titubea hasta para encontrar la puerta del baño en su domicilio de Las Arenas. "El otro día le decía: Jo, Perico, si te dejan solo, ¿qué haces? No sabes ni dónde están los calcetines. Todos los días viendo la muda en el mismo cajón, desde hace 37 años, que vivimos en esta casa, y no hay forma. Él está en otra onda. Está en su mundo, como digo yo, más feliz que una perdiz".

Aferrado a su mujer, Pedro no es consciente del peso de la carga. "Hay que ser muy fuerte para ver a un hombre que ha sido tan activo de la noche a la mañana como un niño pequeño. Me he atado mal la camisa, átamela. No, átatela tú, pitxin, que si no, no vas a saber hacerlo mañana. Hay que tener una paciencia infinita", afirma Rosa.

A veces, más que la paciencia, lo que se agota es el ánimo, vapuleado por la dureza de la enfermedad. "Yo no he llorado nunca, ni cuando se mataron mis padres con 50 años y me quedé con mis seis hermanos, para que no me vieran, pero ahora me he resarcido por lo que no he llorado. Esto es muy fuerte. Muchas veces digo: ¿Pero quién es este hombre que está en casa? Si no le conozco. Porque le quiero, no nos hemos separado nunca". Y cuando lo han tenido que hacer, para que Pedro acudiera a un centro de día, Rosa lo ha pasado fatal. "Para mí ha sido un trauma", confiesa. Hasta el punto de que necesitó ayuda psicológica. "Me decían mis hermanas: Es que tú te crees una superwoman, esto no hay quien lo lleve, tienes que pagar una factura. Yo estaba mal, deprimida, triste. Se me estaba agriando el carácter y lloraba por nada, en cuanto hablaba de Pedro. Esto es durísimo, durísimo", repite como si las palabras se quedaran cortas para abarcar tanto dolor.

El 'duelo silencioso' del cuidador

"Sientes agobio, ansiedad, ya no puedes ir a ninguna parte"

Cuando apaga las luces, Rosa no puede evitar darle vueltas al quiebro de su destino. "Hay muchas noches que digo: ¿Por qué nos habrá tenido que pasar esto con la vida tan fenomenal que teníamos? Es como cuando se le muere a una el marido ahora que se iba a jubilar y estaba divinamente con él para poder viajar". Afrontar ese "duelo silencioso" no es fácil. A medida que crece la dependencia, merma la calidad de vida del cuidador. "Lo tienes que comprender, pero es triste, te da una sensación de agobio, de ansiedad, de decir: Es que ya no puedo ir a ninguna parte, nada más que a pasear por sitios que conozco porque te cambia la vida y una de dos: o te adaptas o sufres".

Ella ha decidido plantarle cara a la adversidad con el apoyo de su familia y una amiga, que está en su misma situación. Con ella comparte, además de gimnasio y cafés, tertulias que les sirven de terapia. "Ella dice que le han puesto un ángel en la Tierra. Yo le digo: Para atrás, ni para coger impulso. Somos privilegiadas, porque durante el día hacemos muchas cosas que nos gustan y luego de seis y media a diez empieza nuestro trabajo: la ducha, la cena... Me dice: Eres muy optimista, pero es que no hay otra".

Dispuesta a sortear los obstáculos que le surjan en el camino, Rosa sabe que es una carrera de fondo. "Tienes que tener mucha entereza e ir acostumbrándote, aunque a esto no se acostumbra nadie porque cada día es una novedad". No obstante, se sabe privilegiada porque Pedro es autónomo -se viste solo aunque hay que prepararle la ropa- y tiene muy buen carácter. "Antes era introvertido, callado y vergonzoso y ahora es todo lo contrario. Si te ve dos veces hablando conmigo, ya te da dos besos", cuenta.

A ella también la piropea. "Le digo: ¿Qué miras, Perico? Lo guapa que eres. Menos mal que tienes gafas, le digo. Pues para mí sí eres guapa y siempre me lo ha parecido. Por eso me casé contigo". Agradecido, todo lo que Rosa guisa le sabe de rechupete, incluso cuando se le olvida la sal, y le basta su presencia para estar contento. "Todo lo que pongas, digas o hagas es fantástico. No tiene problemas. Yo tengo suerte porque es una persona dócil, tratable y cariñosa, pero hay muchos casos que no sabe nadie lo que están pasando. Hay algunos que un día te pegan un empujón y otro día no se quieren quitar la ropa y les tienes que lavar con toallitas", relata.

Rosa tiene miedo al futuro

"Sufres porque lo estás viendo y ya no es tu padre ni tu marido"

Rosa cuenta que su marido es capaz de salir con el plato al portal para buscar el lavavajillas o de ponerse, equivocado, su cinturón de charol. Pero estos despistes son pecata minuta comparado con lo que se le viene encima. "Pensar que dentro de poco no va a saber ni dónde está ni quién es... Tengo miedo al deterioro de Pedro. Yo sé que todavía no ha empezado lo malo y fíjate que llevo casi once años", suspira.

Hablar con esta mujer de futuro es envolver la conversación de angustia. "Esta enfermedad es criminal. Un cáncer lo mata o sale adelante, pero con esto sufre la familia porque lo estás viendo y ya no es tu padre ni tu marido. Es terrible. Muy fuerte", asegura. Debe de serlo porque de puro dolor le vienen a la cabeza los peores pensamientos. "Es triste, pero muchas veces digo -y es una brutalidad- que prefiero que Pedro se muera a verle... Es que casi no lo puedo decir. Pensar que no me va a conocer... Ese deterioro tan terrible que ya no va a saber ni quién soy yo ni quiénes son sus hijos es fortísimo. Una cosa es decirlo, pero hay que estar aquí y verlo".

A Pedro se le escapa su pasado como agua entre los dedos. "No se acuerda del golf ni un solo día, cuando era su pasión". Ya se lo dijo un neurólogo hace años: "A su marido se le está apagando el cerebro". Y Rosa tiene miedo a la penumbra.